Un día en La Secuoya

Índice

Madrugada

El Ritual

Amanece

El Clan Subu de la Casa del Final

Agen, un Dewafi retirado

La Mañana

Episodio 1: Héroes y supervivientes
Episodio 2: El camino del Lago del Desove
Episodio 3: Por los dominios del Rey Oso.

MADRUGADA

La tarde había declinado y las sombras del frondoso bosque anticipaban el manto oscuro de la noche. Cuatro Subu, la casta cazadora y exploradora de los thyrianos, acompañados de dos Herthyr, la clase guerrera, se veían obligados a huir de un peligro invisible. Uno de ellos, con el brazo derecho pendiendo y teñido de un caudaloso río carmesí, era sostenido por el más alto del grupo, quien lo apremiaba en su paso veloz. El de aspecto casi juvenil escudriñaba con inquietud las sombras entre los árboles.

Apelskar es un Herthyr (Guerrero profesional), como tal tiene una serie de habilidades que puede utilizar en situaciones como esta. En el momento del ataque, sujeta una gran hacha de dos manos en la mano derecha y en su izquierda una lanza, teniendo sujeto un gran escudo a la vez, en su brazo. Es atacado por varias bestias a la vez.

De repente, siete figuras bípedas se lanzaron desde todas direcciones contra el grupo. Eran los Malhadoth, saurios diabólicos que caminaban erguidos, con una envergadura sobrepasando incluso al más alto de los thyrianos. Enemigos despiadados de los eldianos, ya fuesen de raza thyriana u otra estirpe humana sobreviviente, los Malhadoth eran depredadores implacables y astutos. Según la leyenda, surgieron como castigo hacia los eldianos por desafiar a los dioses Nisharu, una auténtica maldición que se multiplicaba sin control, aniquilando y devorando cuanto hallaban a su paso.

Ante el repentino embate de las bestias, no hubo tiempo para la organización; cada cual luchaba por su vida en medio del caos sangriento. Entre aquellos que luchaban desesperadamente por sobrevivir, reconocía a muchos rostros. Los dos Herthyr, hijos del Dewafi Soderhamn, se batían con fiereza por mantenerse con vida.

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Apelskar, el más veterano, reaccionó al invocar el don del grito atronador. Un estruendo como el de mil truenos estalló desde su garganta, desviando a los dos Malhadoth que se abalanzaban sobre él, arrojándolos contra un árbol cercano y dejándolos momentáneamente incapacitados, oportunidad que aprovechó para cargar con su enorme hacha y la lanza que llevaba en la otra mano.

Mientras tanto, Deltolf, el hermano menor, se afanaba por empuñar su escudo mientras apuntaba su lanza hacia la bestia que tenía sobre sí, cuando de pronto, su cuerpo fue alzado en un rapto cruel desde la cabeza por el veloz bocado de otra bestia que se abalanzó por detrás. La criatura jugueteaba con su cuerpo, elevándolo y estrellándolo contra su entorno como si fuera un títere inerte. En breves instantes, desapareció con su presa, mientras el combate prosiguió implacable.

En la ennegrecida oscuridad de la noche, Grima, la Madre Ensi de La Secuoya, despertó abrumada ante tan desgarradora visión. Su corazón palpitaba con desenfreno mientras un sudor frío resbalaba por su frente. A su lado, el Padre Ensi, su compañero, sostenía su semblante, mirándola con pesar.

—Han perecido ambos. Yo también he sido testigo de la visión. Los Subus han logrado huir, por ahora, mas temo que sucumbirán ante esas bestias. ¡Están a medio día de distancia! Si se apresuran, llegarán a La Secuoya antes de la alborada.

—Mis pensamientos concuerdan con los tuyos. Disponemos de tiempo para invocar una vez más el don y realizar el Ritual de la Visión Remota que tu y yo dominamos. ¡Avisa a los internos para que hagan los preparativos! —exclamó Grima mientras se aprestaba a vestirse.

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—¿Y no crees que deberíamos avisar al Eiwafi? —dijo Akerbruk.

Grima miró con desprecio a Akerbruk cuando este le sugirió despertar a Eiwafi. No había tiempo para discusiones. Para ella, Akerbruk era una decepción. Esperaba más de él, pues con su experiencia y edad podría ser perfectamente el Ensi de mayor rango de La Secuoya. Sin embargo, incluso en igualdad de condiciones, ella lo superaba. El problema era su falta de iniciativa y excesiva cautela. No se atrevía a tomar decisiones sin apoyarse en alguien, incluso cuando la situación lo requería.



Ahora pretendía despertar al atareado Eiwafi por un peligro que aún no estaba del todo claro. Todos los días morían thyrianos bajo las fauces de aquellas criaturas demoníacas, pero Grima no estaba segura de si eso representaba una verdadera amenaza para la población. Sin embargo, le preocupaba el motivo de haber tenido esa visión, por eso necesitaba profundizar más en el asunto.


Entretanto, ya se oían los ruidos del inicio de una actividad febril en la Edubba.

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De pie sobre la escalinata de piedra que conducía al Bitu del Eiwafi, que era como así llamaban a las casas, Sinnerlig observaba el cielo nocturno. La luna, casi llena, todavía reinaba en el firmamento, proyectando su aura plateada sobre las casas de La Secuoya. Sin embargo, su brillo no opacaba el esplendor de aquellas jóvenes estrellas fugaces que brillaban con una intensidad casi inusual, como si cada una de ellas fueran parte de un todo incomprensible para la mente de la joven y bella Sinnerlig, hija de Vallhorn, el Shirru de la población.

Ante la puerta del Eiwafi, Sinnerlig, la joven Ensi, dudó. Akerbruk, el Padre Ensi, la había enviado a informarle de la aterradora visión que acababan de tener: las terribles bestias conocidas como Malhadoths habían atacado, segando la vida de dos jóvenes Herthyr. El padre de estos, un Dewafi llamado Soderhamn, podría estar de guardia en la casa del Eiwafi precisamente aquella noche, y Sinnerlig era consciente de que la noticia podría interrumpir el Ritual que estaban preparando ahora en el Templo.

La puerta se abrió tras unos momentos de incertidumbre. Como temía, la figura curtida de Soderhamn se recortó en el marco de la entrada. Si bien su rostro atemporal aparentaba juventud, sus fríos ojos azules hablaban de muchas batallas en el sobrevenir de los ciclos. A diferencia de la mayoría, llevaba la barba y el bigote cuidadosamente recortados, y las melenas no sobrepasaban el cuello.

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A pesar de las horas tardías, portaba la armadura propia de su Clase: cota de malla sobre un gambeson acolchado que le cubría por completo, brazales y botas de escamas de acero. Sobre sus hombros, la piel del primer animal que había abatido con sus propias manos, y a la espalda, el característico escudo redondo. Como única arma visible, la espada que pendía del cinto, sin desenfundar, pues no era habitual que un enemigo llamase a la puerta.

Soderhamn la miró de arriba a abajo con una mezcla de alarma y confusión. Al reconocer a Sinerlig, la joven hija del Sharru de la torre, el oficial de mayor rango de toda la población, su rostro se ensombreció. Sabía que ella prestaba servicio, junto con su hermano, en las propias estancias privadas de los Padres Ensi. La presencia de Sinerlig a esas horas de la noche solo podía significar una cosa: algo serio había ocurrido.

—Debe pasar algo importante para venir a esta casa tan a deshora, hija de Vallhorn—comentó el veterano Dewafi.

En las mentes de aquellos primeros humanos forjados en las fraguas de la creación, no había lugar para el engaño. Pero la cruda experiencia les había enseñado que a menudo era sabio callar ciertas verdades, sobre todo cuando no se les preguntaba directamente sobre ellas.


Sinerlig avanzó hacia Soderhamn, el poderoso guardaespaldas de ojos de halcón cuya mirada parecía capaz de atravesar el alma de los hombres. El gigante thyriano la observó acercarse con el ceño fruncido, mientras esperaba su respuesta.


Sinnerlig tragó saliva antes de responder, su voz temblando levemente. —La Madre ha visto a los nuestros siendo cazados por una manada de Malhadoths más grande que cualquier otra conocida.

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Esto ocurre a medio día de marcha al sur de la aldea.Soderhamn dejó escapar un resoplido de desdén. —¡Malhadoths! Esas bestias acosan a diario a los nuestros que osan vivir más allá de los límites de la aldea. ¿Acaso hay que despertar al jefe por cada amenaza?

Luego, un pensamiento pareció cruzar su mente como un relámpago. Se llevó la mano a la barbilla, meditabundo. —Ahora que lo mencionas, la Madre Ensi no suele tener esas visiones a menos que representen un verdadero peligro para nuestra gente. Dime, ¿ha tenido más presagios?


El color huyó del rostro de Sinerlig ante la pregunta. Por un instante, temió que Soderhamn indagara más y no le quedara más remedio que revelar los detalles sobre sus propios hijos, capturados por los Malhadoths.


—Mientras me enviaban a buscarte, los preparativos para un Ritual muy complejo ya habían comenzado en el Templo —respondió con voz temblorosa—. Un Ritual para recopilar toda la información sobre lo que ocurre ahí fuera. La Madre Ensi requiere toda la ayuda que podamos brindarle los Ensi.


El semblante de Soderhamn se ensombreció mientras cambiaban sus pensamientos con la rapidez de un rayo. Al principio no le había dado demasiada importancia al asunto, pensando en despedir a Sinerlig hasta recibir noticias más urgentes. Pero en sus largos años de guerrero, pocas veces había visto a la Madre Ensi invocar ese antiguo ritual. Sin duda, la amenaza era más grave de lo que parecía.

—¡Has hecho bien en venir, jovencita! —su voz adquirió el tono acerado de la hoja de una espada—. Pronto nos uniremos en el Templo para conocer de primera mano lo que revelará el Ritual.

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El Ritual

La negra medianoche había cedido paso a esa hora brumosa antes del alba, cuando las sombras se alargan como tentáculos espectrales y los sueños turbulentos danzan con los terrores ancestrales que acechan en los rincones más oscuros de la mente humana. Pero en la Edubba, la magna morada de los Padres Ensi que gobernaban el Templo, el aire vibraba con una agitación febril.

A esa hora prohibida, los novicios y aprendices se movían como sombras frenéticas, transportando objetos rituales al Templo y despertando a golpes a los canónigos Ensi de sus casas adyacentes. Sus pisadas resonaban en la noche con la urgencia de quienes temen la ira de dioses primordiales.

Desde las entrañas de piedra del Templo comenzaron a brotar los compases hipnóticos de timbales antediluvianos, los platillos vibrantes como el aleteo de seres alados en la noche, y las flautas cuyas notas líquidas parecían invocar las brumas de la creación. El ritual ordenado por la Madre Grima había comenzado.

Las notas de aquella música ancestral se fundían con los murmullos de los iniciados como los rugidos de bestias primigenias acunadas en las nieblas del tiempo. Una vibración cósmica y atávica comenzaba a impregnar el aire, como si los hilos del cosmos se tensaran antes de una danza macabra de dioses olvidados.

El Templo se alzaba como un monolito desafiante en aquella noche de verano, su alto pórtico de más de cinco varas de altura oscurecía la propia noche en mitad del poblado. No había puertas ni portones que domeñaran su sencilla boca de piedra, solo el vasto recinto rectangular con sus secretos milenarios.

En el fondo, la colosal estatua del gigantesco Thyr se erguía entronizada, un ser de proporciones descomunales esculpido en granito y bañado en oro, desafiando con su muda presencia a los mortales que osaban adentrarse en su santuario. Las arcadas que flanqueaban la imagen parecían brazos de piedra listos para aplastar a los indignos.


Un pasillo custodiado por pilares de dos varas, cada uno rematado con una luminaria puntiaguda de formas amenazantes, conducía hacia el altar. Columnas cubiertas de runas y grabados circulares de enigmas que solo los más ancianos Ensi podían descifrar parecían acechar con presagios de males olvidados.


Y allí, en el centro del altar, se alzaba la imponente figura del dios Thyr en todo su esplendor primitivo. Un ser azulado como las tormentas de la creación, ataviado con armaduras que evocaban las fraguas del cosmos primigenio. Su pectoral de oro bruñido, sus hombreras como garras fundidas, los brazales que parecían apresar relámpagos. Una faja de conquistador ceñía su cintura y sus grebas con extraños adornos semejantes a mecanismos de mundos perdidos.
La máscara siniestra que velaba sus ojos y boca otorgaba a Thyr un aire de malignidad atávica. Y de su casco, con los cuernos curvados como los de una bestia primordial, emergía el símbolo del martillo, que el dios sujetaba con sus marmóreos brazos. Un martillo en forma de flecha, dorado y de dimensiones colosales, como si hubiese sido forjado para golpear las puertas del cosmos.

A los pies del altar, dos braseros ardían con un fulgor infernal, flanqueando los extremos del mismo. Sobre un alto pedestal ricamente adornado, se asentaba un pebetero ritual, de cuyos misteriosos aceites y sustancias empezaban a emanar vapores que serpenteaban hacia el techo. La imponente figura del gran dios Thyr, con su descomunal martillo colosal, se desdibujaba ante los ojos de los presentes, cautivados por la presencia de la Madre Ensi, ataviada con su regia armadura de batalla.

Un yelmo cuya cresta se alzaba como la cabellera de una medusa, color de la noche más negra, ocultaba su rostro tras las aberturas que evocaban las fauces de un ser de pesadilla. Hombros desnudos como cuando los primeros humanos caminaron la tierra, sosteniendo una coraza que parecía forjada en las fraguas del Infierno, decorada con el emblema del martillo del insaciable Thyr.
Guardabrazos que cubrían sus brazos como escamas de dragón, bandas de bronce semejantes a serpientes enroscadas a sus bíceps. Un faldellín corto que apenas velaba sus muslos, y grebas remachadas que parecían las zarpas de una quimera primigenia. Sus pies calzados con simples sandalias, como si con ellas estuviera lista para surcar los mares del tiempo.


En su diestra, empuñaba el encantado martillo de acero thyriano capaz de hendir cráneos de gigantes. Y en la zurda, blandía el escudo redondo con los colores marrón abajo y verde arriba, que retrataban las tierras thyrianas, flanqueado por los árboles que simbolizaban las razas forjadas en Eldin. Justo en el centro, el martillo de Thyr se alzaba orgulloso, emblema del pueblo de hierro cuya cuna fue el amanecer de los tiempos.

-pg.15- (Los números de página corresponden al libro original)

Al pie del altar, los ayudantes Ensi se apartaron como sombras silenciosas hacia los lados, mientras sus compañeros mantenían un ritmo hipnótico con tambores de piel de bestia, dorados platillos y flautas de sonido etéreo, o bien con las propias voces entonando sonidos armónicos que parecían brotar de los tiempos de la creación.

La Madre Ensi Grima se despojó del yelmo con un gesto brusco, entregándoselo a su compañero Akerbruk junto con el escudo redondo. El Padre Ensi recibió las reliquias con la solemnidad de quien custodia los talismanes de la creación. Grima empuñó entonces el martillo de guerra consagrado a Thyr.

Realizó un complicado conjunto de pases sobre el pebetero humeante, como si desatara los sellos de fuerzas antiquísimas con aquellos movimientos rituales. Luego dejó caer su cabellera en un mar de negras ondas, contemplando el interior del incensario como si mirase las profundidades mismas del infinito universo.

De sus labios brotaron entonces los salmos arcanos en la lengua sagrada de su dios, una letanía que pocos recordaban ya en esta joven era. Su voz se unió al coro gutural de los otros ensi, conformando una sinfonía sobrenatural que parecía capaz de convocar a los mismísimos dioses forjadores de mundos.

El rostro de Akerbruk se crispó en una mueca de horror ancestral al reconocer que aquellos salmos que brotaban de los labios de Grima no eran los familiares cantos del Ritual de la Visión Remota, la ceremonia segura que tantas veces habían practicado juntos para otear los peligros que acechaban. No, los ecos que retumbaban en las paredes de piedra eran los de un rito maldito, prohibido desde los albores del mundo.


Era la Invasión de Mentes, un poder sacado de las páginas del libro de la Era SheRaNu, un grimorio escrito en eras olvidadas por los Sherets, seres de apariencia reptiliana que alguna vez pasearon su sombra sobre estas tierras primigenias. Sólo fragmentos de aquellas páginas, tallados en piedra, habían sobrevivido al paso del tiempo en los antiguos templos de aquellas criaturas.


Akerbruk sabía que aquel ritual invocaba fuerzas primordiales capaces de permitir a las mentes de los sacerdotes Sherets vagar más allá de los confines del espacio y el tiempo conocidos, adentrándose en las mentes mismas de sus objetivos a través de senderos prohibidos. Un poder que los propios thyrianos habían jurado desterrar de la faz de la tierra.


Pero Grima, con su cabello ondulando como culebras de medianoche, continuaba entonando los cánticos ancestrales con voz gutural, como si su espíritu hubiera sido poseído por las esencias de una era olvidada cuando el cosmos aún estaba fresco. Sus ojos reflejaban las luces de otro plano de existencia al cual su mente se había lanzado, desafiando los terrores de reinos que los mortales nunca debían hollar.

El cántico se elevaba, agitando los ecos de cuando los primeros humanos paseaban sus sombras por las llanuras de la aurora del mundo. Grima parecía sumida en un trance milenario, con los ojos fijos en la nada insondable, como si su espíritu se hubiese arrancado de los grilletes de la carne para vagar por los reinos del Más Allá que acechan fuera de los velos de la realidad.


Akerbruk, pese a su resolución y al innato rechazo que le producía aquel ritual maldito, no podía evitar sentir cómo las corrientes de un remolino insano le arrastraban de manera inevitable. Algo en las entrañas del cosmos comenzaba a tirar de las hebras de su esencia espiritual, atrayéndole hacia las profundidades de aquella ceremonia prohibida como un náufrago es arrastrado al fondo del mar por un monstruo tentacular de los abismos.

Era como si las fuerzas primordiales desatadas por los cánticos hubieran rasgado las barreras de la realidad, abriendo una brecha por la que las esencias de planos de existencia antediluvianos se colaban, impregnando el aire con un hálito de locura cósmica. Akerbruk podía sentirlas revoloteando en torno a él, acariciando su psique con plumajes de pesadilla, mientras Grima se sumergía cada vez más en las negruras del trance chamánico.

Las negras ondas de la cabellera de Grima se derramaban en torno al pebetero mientras posaba su rostro sobre las brumas que manaban del receptáculo, bebiendo las emanaciones insanas como si fueran los vapores del umbral del infierno. Los cánticos guturales y el ritmo hipnótico de los timbales de piel curtida parecían capaces de inducir un trance en cualquier espectador de aquella ceremonia sacada de la memoria de la creación.


Pero era la propia Madre Ensi quien caía bajo el embrujo, hundiéndose en las profundidades del éxtasis chamánico. Sus ojos se abrieron de par en par contra las nieblas que la envolvían y su mente pareció abandonar la carne para vagar por senderos que solo los iniciados conocen.


De pronto, su espíritu se encontró tras los ojos de la bestia, el líder malhadoth de la pequeña manada cuyas visiones la habían atormentado. Contemplaba a través de aquella mirada primitiva a tres hombres lobos, uno de los cuales protegía a un Subu reconocible de la visión anterior. Pecabuto, el padre del joven Sja a quien había visto escudriñar el bosque mientras el grupo huía en la desesperación.


Enfocando su percepción hacia la visión, Grima notó que Pecabuto yacía muerto, había perdido demasiada sangre del brazo derecho, prácticamente arrancado de su cuerpo. La bestia ansiaba apoderarse del cadáver, pero había algo más, un odio primordial que la impulsaba a acabar con todo el grupo. Sin embargo, un temor antiguo comenzaba a apoderarse del malhadoth. No esperaba toparse con aquellas bestias de los hombres lobo.


Con rápidos chasquidos de su lengua contra el paladar, la criatura transmitía órdenes y señales a su manada, mientras la mente de Grima se sumergía cada vez más en aquel abismo de percepción animal, de instintos primarios tan antiguos como la propia tierra.

La Madre Ensi sabía que los hombres lobo eran los Subus, pues aquellos que no nacían con el don otorgado por su dios lo adquirían al dominar los secretos de la profesión. En esa forma, eran casi invulnerables a las heridas comunes, ya que sus cuerpos se regeneraban a una velocidad asombrosa, algo que la bestia intuía, aunque desconcertada.

Antes de que la horda de bestias pudiera reaccionar, el más corpulento de los licántropos se abalanzó sobre uno de los Malhadoths. Sus garras desgarraron carne y sus fauces trituraron huesos en un frenesí salvaje. Otro de los hombres lobo, con un movimiento veloz como el rayo, cercenó la garganta de un segundo atacante que osó acercarse siguiendo las órdenes de su líder.

El más joven de los licántropos, que la Madre Grima dedujo era el joven Sja, mantenía a raya con feroz determinación a los que intentaban arrastrar el cadáver de su padre. Sus ojos ardían con una furia primordial, sus colmillos relucían bajo la pálida luz de la luna.

Solo quedaba en pie el líder de los Malhadoths, su mente trabajando a toda velocidad mientras sus ojos escrutaban el caos a su alrededor. La distancia le otorgaba una oportunidad de escape, pero no vio venir el asombroso salto del pequeño lobezno. Apenas logró esquivarlo con un violento coletazo, pero no sin sufrir un profundo desgarro en su flanco derecho. Con un aullido de dolor, huyó hacia donde aguardaba el grueso de su manada.

La floresta se convirtió en un borrón vertiginoso ante los ojos de Grima, mientras dejaba atrás al grupo de enfurecidos hombres lobo. En cuestión de momentos, a través de los ojos de la bestia, divisó una congregación inusual de criaturas en un claro del bosque. Con un escalofrío de horror, reconoció el lugar: era el mismísimo Bosque Alegre, que lindaba con el extremo sur de la población.

Aunque podían estar en una zona remota del vasto bosque, cuya extensión no se recorría en una jornada, la implicación era aterradora. Por un instante, la Madre Ensi perdió la concentración, su mente asaltada por visiones de las familias thyrianas diseminadas por aquel bosque antaño tranquilo y domesticado.


Con la fuerza de voluntad de un Dewafi, Grima recuperó la compostura y vislumbró el plan diabólico de las bestias. Su objetivo era claro como el acero de una espada recién forjada: devorar a los incautos thyrianos antes de lanzar su asalto final sobre La Secuoya. Durante días, se cebarían con la carne de los inocentes, fortaleciéndose con cada vida segada. Luego, reunidas en manadas sedientas de sangre, atacarían en una ofensiva coordinada con sus hermanos del norte, barriendo toda civilización como una marea negra de colmillos y garras.


De repente, la mente de la Ensi se arrancó de aquella bestia, catapultándose a través del éter hacia otra criatura en una zona distante. Un nuevo líder malhadoth había establecido su cubil en los campos de cereales al norte de La Secuoya, donde el Clan de los Aveneros, nómadas thyrianos expertos en la cosecha de avena silvestre, acampaba ajeno al peligro.

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A través de los ojos amarillentos de esta nueva bestia, Grima escudriñaba la oscuridad. Las tiendas circulares de piel de animal se alzaban como fantasmas en la noche, sus entradas iluminadas por antorchas danzantes. Lonas colgaban a modo de cortinas, una barrera tan inútil contra el mal como un escudo de paja contra una espada de acero Vanario.

Decenas de malhadoths se alineaban en un promontorio, sus músculos tensos como cuerdas de arco listas para disparar. Un chasquido de lengua, más sutil que el siseo de una serpiente, fue toda la señal que necesitaron. Se lanzaron sobre el campamento como una avalancha de muerte.

Los dos líderes bestiales, separados por leguas de bosque, compartían una conexión primitiva que trascendía la distancia, como si fueran dos cabezas de una misma hidra infernal.

La noche se tiñó de rojo. Las lonas se rasgaron bajo las garras de los monstruos como si fueran telarañas. No hubo defensa posible contra aquella carnicería. Brazos, piernas y cuerpos volaban por los aires, mutilados en cuestión de instantes. Las bestias engullían la carne humana sin molestarse en masticar, sus mandíbulas cortando vidas como una guadaña siega el trigo.

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Los nómadas despertaron de sus sueños plácidos para encontrarse en la más oscura de las pesadillas. Una alarma tardía resonó cuando ya muchos habían sido devorados.

Un thyriano, con la valentía insensata de quien se sabe condenado, arremetió contra el líder malhadoth con su lanza. La bestia trastabilló, pero su venganza fue rápida y brutal. La cabeza del valiente guerrero llenó las fauces del monstruo, mientras su cuerpo semidesnudo era zarandeado como un muñeco de trapo. La garra de la criatura aplastó el cadáver con la misma facilidad con que un hombre pisaría un insecto.

Grima sentía cómo su energía vital se desvanecía, su conciencia hundiéndose en un abismo de oscuridad. Con un último esfuerzo sobrehumano, logró articular un débil grito de auxilio.

Akerbruk, el Padre Ensi, se debatía en una encrucijada mortal. ¿Debía arrancar a Grima de aquel trance infernal o arriesgar su propia esencia para salvarla? Aunque la segunda opción era tan peligrosa como enfrentarse desarmado a un dientes de sable, él dominaba el arte divino de la Imposición de Manos como pocos en este mundo. Con un solo toque, podía no solo sanar heridas que harían palidecer a los mejores curanderos, sino también manipular la energía espiritual que algunos osaban llamar magia, esa fuerza primordial que habitaba en toda criatura viviente.

El rechazo visceral hacia aquel ritual pagano nubló el juicio de Akerbruk. Sin meditar las consecuencias, al ver a su superiora Grima retorcerse en agonía, la incorporó con brusquedad y la roció con el agua sagrada de las pilas cercanas. Una de las Ensis más curtidas, Lindsdal, se abalanzó para sostener a la Madre. Era una de las hijas más veteranas de Grima, pero a pesar de sus años, se erguía como una diosa guerrera del Valhalla.


Su melena, roja como la sangre fresca, caía en trenzas salvajes enmarcando un rostro de belleza feroz. Sus ojos, del color del hielo nórdico, relucían con un poder arcano bajo una frente alta y noble. Su figura era un tributo a la fuerza primitiva: alta y esbelta, con curvas que hablaban de una feminidad implacable. Una mandíbula firme sostenía labios carnosos, en cruel contraste con la palidez marmórea de su piel.


Esa tez blanquecina, casi fantasmal, era testigo de una vida consagrada a los misterios ocultos, lejos del bullicio de los hombres comunes. En su porte se adivinaba una pasión contenida, una fuerza interior que amenazaba con desatarse como una tormenta de las que solo se ven en los helados picos de las Montañas Irkianas.

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De repente, Grima abrió los ojos, despertando del trance. Con un gesto feroz se incorporó, apartando a Akerbruk con violencia, mientras lanzaba una mirada de agradecimiento a su hija, que sin tocarla, le infundía poder con sus manos.


—¡Necio! —rugió Grima—. ¡No comprendes el error que has cometido al arrancarme del trance! Pero Thyr, nuestro dios, lo ve todo.


Mientras hablaba, Akerbruk parecía marchitarse, perdiendo el aura de poder que antes lo envolvía.


—Thyr ha perdido su confianza en ti. Ya no eres digno de ser Maestro Voz Divina. Dejarás de ser mi segundo de inmediato. Reanudaré el Ritual con mis fieles Ensi, y tú te retirarás a los aposentos de Lindsdal.


Lindsdal, a pesar de haber vertido su esencia espiritual en su Madre de sangre y jerarquía, resplandecía ahora con el aura que antes portaba el caído Akerbruk. Se sentía más poderosa, más sabia, y Grima lo percibió al instante.


—Lindsdal, hija mía —proclamó la Madre Ensi—, ante nuestros ojos te has convertido en una verdadera Maestra Ensi ostentando el título de Voz Divina al igual que yo misma. Ocuparás el puesto que Akerbruk ha perdido por su arrogancia y olvido de los mandatos de nuestro gran Dios. Cuando concluyamos este ritual, te instalarás en tus nuevos aposentos junto a mí. Desde este momento, serás Madre Ensi como yo, pero bajo mi mando.


Por toda respuesta, Lindsdal avivó las brasas del pebetero y ordenó que se reanudaran los cánticos rituales. Con un gesto imperioso, indicó a varios Ensis que impusieran sus manos sobre el cuerpo de Grima mientras esta se sumergía de nuevo en las nieblas de aquel peligroso ritual que enlazaba mentes con mentes, sentidos con sentidos, en las profundidades de lo desconocido.

Grima recuperó la visión de golpe, como si su espíritu hubiera sido arrancado de las profundidades insondables por la mano de un titán. Ya no estaba dentro de aquella sencilla tienda de recolectores nómadas, sino contemplando una escena de caos y sangre que haría palidecer al más valiente de los guerreros. Decenas de bestias devoraban los cuerpos inertes de sus víctimas thyrianas en un festín de muerte que manchaba la tierra de rojo.


Pero de las sombras de la noche, como espectros vengadores, surgieron dos jinetes ensangrentados que se abrían paso a golpes entre la multitud de bestias delirantes. Parecía que defendían a algunos supervivientes que les seguían torpemente con lo poco que habían logrado rescatar de las fauces del infierno. Las criaturas huían sorprendidas ante el ímpetu de aquellos guerreros que, bien con lanzas que silbaban en el aire, bien con gigantescos martillos que aplastaban cráneos como si fueran cáscaras de huevo, masacraban a todo ser que osara cruzarse en su camino.


Se acercaban al líder de la manada, que por un momento dudó al reconocer los rostros desfigurados por la sangre y el sudor de aquellos valientes bajo los yelmos abollados. A pesar de las sombras espectrales que los envolvían como un manto de oscuridad, Grima reconoció esas caras curtidas por mil batallas, talladas por el cincel implacable de la guerra y el destino.

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Ambos eran orgullosos Herthyr de La Secuoya, guerreros forjados en el yunque de mil batallas. Uno era Kallas, vástago de los Mabzar que servían al Dewafi Salno, quien blandía el Gran Martillo de guerra como si fuera una pluma en manos de un titán. El otro, el que portaba la lanza, a pesar de tener el rostro totalmente desfigurado por el frenesí del combate, no era otro que Lade, hijo de los tejedores Majvor y Fejka. Sus nombres resonaban en los salones de La Secuoya como ecos de leyendas vivientes. Ambos habían partido hacía una semana, para ofrecer sus servicios al clan de los Aveneros, asentados a pocos días de camino hacia el norte de La Secuoya, ignorantes del infierno que les aguardaba.

De algún modo, Lade presintió que el líder de las bestias estaba frente a él, como si pudiera oler el hedor de su corrupta autoridad.

Sin pensarlo, arrojó la lanza que blandía hacia la bestia, el arma silbando en el aire como el aliento de la muerte. Sin embargo, ésta la esquivó con una destreza serpentina que desafiaba su monstruosa forma. Un solo chasquido burlón de su lengua bífida bastó para desatar el infierno. Los Malhadohts se abalanzaron desde todas las direcciones, sus colmillos amarillentos ansiando carne fresca, sus ojos ardiendo con una sed de sangre primordial.


Kallas giró con la gracia mortal de una pantera acorralada, su Gran Martillo silbando como un pájaro de muerte en el aire cargado de violencia. Una a una las bestias salieron despedidas, sus huesos hechos añicos por el ariete de hierro que manejaba con una sola mano como si fuera un juguete en manos de un gigante enfurecido.

Cada golpe resonaba como un trueno, cada impacto enviaba fragmentos de carne y hueso volando en todas direcciones.
Lade no corrió con tanta fortuna. Al arrojar su lanza, no tuvo tiempo de sacar su pequeña maza cuando una de las bestias se abalanzó sobre él, derribándole de su montura con la fuerza de una avalancha. La caída podría haber sido fatal, con las garras escamosas sujetándolo y arrastrándolo hacia las fauces voraces que prometían una muerte atroz.

Pero justo cuando la bestia fue a hincar sus colmillos, una furia sobrenatural ardió en los ojos de Lade, como si el espíritu de todos sus ancestros guerreros se hubiera encendido en su interior.


De manera asombrosa, se incorporó de un salto que desafiaba toda lógica, apartando a su atacante de un revés que habría derribado a un toro. Antes de que la bestia pudiera reaccionar, Lade hundió su maza en el cráneo del monstruo, reventándolo como una calabaza podrida. El sonido del impacto fue como el de un trueno cercano, y la sangre negra y viscosa salpicó el rostro del guerrero como una macabra pintura de guerra.


El Malhadoth alfa rugió una maldición desde las arenas del vacío, un sonido que heló la sangre en las venas de los pocos supervivientes que quedaban. Con una velocidad imposible para su tamaño, arremetió contra Kallas con sus zarpas abiertas como navajas de obsidiana. El Herthyr no vio venir el ataque, absorto en alejar a la jauría del despojo de tiendas donde yacían los cadáveres destrozados de los Aveneros, un testimonio sangriento de la ferocidad de la batalla.

En ese momento, un resplandor dorado rasgó el horizonte, tan brillante que por un instante convirtió la noche en día: ¡era el martillo del dios guerrero en persona, descendiendo de los cielos para juzgar a mortales y bestias por igual! La tierra tembló como si fuera a partirse en dos cuando un rayo cegador estalló entre la matanza, arrojando a atacantes y defendidos por igual en una vorágine de humo y llamas que parecía querer consumir el mundo entero.


A través de los ojos de la bestia, Grima percibió aquel destello divino, seguido de una confusión borrosa que parecía dispersar todo a su alrededor, como si la realidad misma se estuviera desgarrando. De repente, la oscuridad lo envolvió todo con la fuerza de mil noches sin luna, y Grima se sumió en ella, su consciencia arrastrada por corrientes de sombras primordiales.


Su cuerpo se desplomó sobre los brazos de su hija Lindsdal, que la sostuvo con la fuerza y la gracia de una valquiria. En ese instante, dos figuras imponentes se recortaron contra la entrada del Templo, sus siluetas talladas en piedra y acero: Bithung el joven Eiwafi y Vallhorn el Shirru, custodios de La Secuoya, guardianes de secretos tan antiguos como las montañas mismas.


Con rostros toscos como la piedra vieja, curtidos por los vientos del tiempo y las tormentas del destino, contemplaron la escena de silencio reverente. Sus ojos, pozos de sabiduría ancestral, recorrieron el caos y la devastación que los rodeaba. Bithung, con la determinación de un rey de antaño, se adelantó hacia su altar, dispuesto a tomar las riendas de aquella situación que amenazaba con desgarrar el velo entre los mundos.


El aire se cargó de una tensión palpable, como si el destino mismo contuviera el aliento, esperando ver qué giro tomaría esta saga de sangre, magia y acero thyriano.

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Bithung, el joven Eiwafi de La Secuoya, era un gigante entre hombres. Aunque solo contaba veintidós polanizaciones, su fornida estatura y porte majestuoso inspiraban un respeto reverencial. La sangre de la mismísima Madre Eiwa corría por sus venas, otorgándole un aura casi divina. Sus ojos eran dos zafiros fulgurantes, realzados por el tinte guerrero que los enmarcaba. Una barba rubia como las espigas cubría sus facciones cinceladas en granito, mientras una trenza thyriana caía por su espalda desde el cráneo rapado a los lados.


Pocos ropajes cubrían su cuerpo esculpido por las batallas, una tela escarlata a cuadros ceñida a su torso de jabalí, cayendo como una faldilla guerrera. El gran cinturón de jefe, un réplica del que portaba el mismísimo dios Thyr, rodeaba su cintura. Algunas abrazaderas de bronce protegían sus hombros y brazos, pero el resto de su fornida anatomía permanecía desnuda, desafiante ante los elementos.
En la flor de su virilidad, Bithung irradiaba el mismo vigor primordial que los ancestrales bosques de La Secuoya. Un aura de poder brutal teñía cada uno de sus movimientos felinos. Frente a su presencia arrolladora, hasta los guerreros más encallecidos bajaban la mirada, pues todos reconocían en él la chispa del liderazgo supremo.

Bithung contempló la escena con ojos de halcón, agudos y penetrantes. Su mirada se clavó en Lindsdal y, con la rapidez de un felino, se abalanzó para sujetar él mismo a la Suma Sacerdotisa del Templo.

—Me he topado con Akerbruk al salir del Templo —gruñó, su voz resonando como un eco inhumano—. Poco ha dicho más allá de lo ya sabido, salvo que fueron los hijos de mi Dewafi quienes dieron su vida por esos Subus que ahora se enfrentan valientemente a nuestro mayor enemigo. ¿Puedes tú decirnos si el peligro es tal como para levantar a nuestro pueblo a estas horas tempranas?


El rostro de Lindsdal era una máscara de preocupación entremezclada con el alivio de ver a su padre allí, cuya presencia irradiaba una seguridad ancestral. Aun así, era una mujer curtida y astuta; nadie le había regalado nada, todo lo había ganado con su esfuerzo y férrea disciplina.

—Los Subus han logrado salvar sus vidas y poner en fuga a la hembra de los Malhadoth —respondió con voz firme—. Pero hubo más. Por un instante, estuve conectada con la Madre. En el norte de la población, un grupo más numeroso que el primero masacraba un campamento nómada, quizás de recolectores. —Su voz tembló levemente al decir esto último—. Mis energías se agotaron manteniendo a la Madre en la visión. No puedo decir más. Es vital que la llevemos a sus aposentos para que se recupere.

Bithung se volvió hacia la figura imponente de Vallhorn el Shirru, el hombre en quien más confiaba de toda La Secuoya. Un guerrero de leyenda que había ascendido por méritos propios hasta ostentar uno de los mayores rangos: Aguacil y oficial jefe de las tropas, juez y verdugo cuando se requería.


El rostro de Vallhorn era una máscara traicionera: una piel sonrosada, un revuelto cabello de fuego y unos mostachos desaliñados que no lograban ocultar su expresión de halcón rapaz. Pero eran sus ojos los que realmente desafiaban al escrutinio: dos zafiros líquidos e insondables, una mirada vacía que ocultaba secretos letales. Pocos hombres se atrevían a sostener esa mirada más de un instante, no fuera que Vallhorn adivinara sus pensamientos más íntimos.

El Shirru era un guerrero legendario forjado en la fragua del combate. Se movía con una gracia felina, cada músculo tenso como el acero de su espada. A pesar de su edad, su constitución era la de un oso pardo, con hombros que habrían avergonzado a un toro y una barriga curtida vez tras vez en la hoguera de la batalla.

Bithung se adelantó hacia él, un destello de respeto en su mirada.
—Sabes que te respeto más que a mi propio padre, eres el guerrero más sabio y veterano de la población, por lo que, ateniendonos a los hechos, no me atrevo a tomar una decisión sin escuchar tus palabras.


Como la mayoría de los thyrianos, la edad no se reflejaba ni mucho menos en el rostro de Vallhorn. Todavía tenía el semblante de un alocado adolescente, con sus facciones angulosas y su cabello de fuego. Pero eran sus ojos los que revelaban la vasta experiencia que había forjado al Shirru: una mirada de halcón curtida en mil batallas, insondable como un mar de secretos letales.


Este había contemplado la escena y había sido puesto al corriente. Pero lo que Bithung ignoraba era que Vallhorn llevaba toda la noche en vela, pues su esposa embarazada no había regresado del Bosque Alegre. Había partido el día anterior rumbo al clan de los Meliduneros para recolectar los frutos del Melidu con los que se prepara la tradicional bebida dorada de los thyrianos. Debería haber llegado antes de la noche, escoltada por sus hijos más fieros, pero dadas las horas, todavía no había llegado, y sabía que ningún thyriano del sur se atrevería a viajar durante la noche.


—Pocas veces he visto hacer ese Ritual a la Madre Ensi —su voz era un rugido grave—. Pero recuerdo que es necesario dejarla descansar sin molestarla, su mente ha debido sufrir el daño que haya sufrido la criatura a la que estuviera conectada.
Se llevó una mano encallecida a la perilla de fuego, tratando de contener su inquietud.


—Mi mujer está en el mismo lugar donde dicen que se produjo el encuentro con esas bestias. Por suerte lleva una Piedra del Alma al cual está conectada.


Clavó su mirada de depredador en Bithung, dejando al joven Eiwafi sin opción alguna. Luego se volvió hacia su hija, y no hizo falta más.

—¡Padre, sabes que haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte a ti y a mi madrastra! —exclamó Lindsdal con fiereza—. Ella es más mi madre que la mujer que sujeta nuestro Eiwafi en sus brazos.

Con gestos imperiosos, Lindsdal ordenó a los Ensi cercanos que llevaran a la Madre Ensi a sus aposentos, mientras al resto les daba instrucciones para comenzar un nuevo ritual.

—¡Por suerte conozco el Ritual de la Conexión! —declaró con voz firme—. Las piedras hablarán y podrás tomar una decisión.


Tanto Bithung, el Eiwafi, como el preocupado Vallhorn asintieron, pero la mente de este último era un torbellino de opciones. Toda su alma le impulsaba a partir sin dilación hacia el sur; a caballo podría llegar en poco más de una hora, menos de dos si no forzaba a los animales. Pero por otro lado, estaba aquella amenaza que provenía del norte. Él era el jefe de la guardia de la población, y su deber era permanecer allí para defenderla de posibles ataques.
Mientras estos oscuros pensamientos se arremolinaban en su mente, su hija comenzó el nuevo Ritual, sus manos trazando símbolos arcanos en el aire cargado de tensión.

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Amanece


El Clan Subu de la Casa del Final

El sol naciente tiñó de oro el horizonte cuando las Aurorianis entonaron su canto matinal, despertando al centinela apostado en lo alto del puente que custodiaba la entrada sur de La Secuoya. El hombre sacudió la humedad de sus hombros y brazos musculosos, entornando los ojos ante el resplandor que se filtraba por el desfiladero.


De pronto, tres siluetas emergieron en la distancia, avanzando con paso vacilante. El vigía, curtido por años de vigilancia, reconoció de inmediato a los recién llegados: Subu, los solitarios cazadores de las tierras salvajes de Thykur.

A la cabeza marchaba el más joven, su rostro apenas visible bajo la capucha de lino oscuro. Su túnica de cuero negro, con mangas cortas curtidas al estilo Subu, se ajustaba a su cuerpo ágil. Los brazaletes de cuero endurecido y el arco listo para ser usado hablaban de su oficio. Calzones de lana negra, tan densos que parecían cuero, cubrían sus muslos, y botas altas reforzadas protegían sus pies de las amenazas ocultas en la maleza.

En sus manos empuñaba el hacha de Subu, con su hoja ancha y alargada en un extremo y una guadaña en el otro, herramienta versátil de los cazadores de las tierras indómitas.

Ante él se alzaba La Secuoya, con su empalizada de siete metros cortando el desfiladero, interrumpida por murallas pétreas y torres de vigilancia de troncos toscos. El puente que unía las torres lucía el emblema de la población en telas ondeantes.

Cuando el grupo se acercó lo suficiente, el vigía los saludó con un gesto acogedor. Sjá, el joven líder, se volvió hacia sus compañeros. Estos arrastraban parihuelas cargadas: una con un thyriano herido, la otra con el cuerpo imponente de un Malhadoth, la bestia que acechaba eternamente al pueblo de Thyr.

El sudor perlaba la frente de Sjá mientras contemplaba la imponente entrada sur de La Secuoya. Sus músculos ardían por el esfuerzo del viaje, pero en sus ojos brillaba la determinación. Habían sobrevivido a los peligros de las tierras salvajes, y ahora, con su presa y el ya cadáver de su padre, buscaban refugio y ayuda en la población.

Antes que Sjá pudiera devolver el saludo al vigía de la torre, el sonido de cascos resonó desde el interior de La Secuoya. Un jinete emergió bajo el arco del puente, montando un robusto corcel. El hombre, ataviado como un Veterano Herthyr, tiró de las riendas y detuvo su montura frente al grupo.

—Alto ahí —ordenó el jinete, su mano sujetando firmemente la lanza que portaba—. Antes de que crucéis, debéis identificaros y explicar el motivo de vuestra visita.

Por un momento Sja se amedrentó ante la imponente figura, pero su tío Agilero por un momento sonrío mientras dejaba en el suelo la pesada carga de su hermano caído. Le había parecido reconocer a aquella figura, a pesar del casco que le cubría parte del rostro.

Con ojos de águila, Agilero reconoció al muchacho que les apuntaba con una lanza. Era Burhult, vástago de Laiva, la veterana matriarca del Clan de los Cebaderos. Una sonrisa astuta cruzó su rostro curtido al recordar el romance que tuvo con la madre del joven, mientras adiestraba al chiquillo en el arte del arco.

— ¡Tan mal te enseñé que no reconoces a tu Maestro, muchacho! ¿Cómo está tu madre? ¿Sigue con ese carácter infernal que atemoriza hasta al mismísimo Thyr? —tronó Agilero, avanzando con paso firme hacia el jinete.


El joven titubeó un instante. Bajó la lanza y se quitó el yelmo de un tirón. Al intentar desmontar con una gracia excesiva para impresionar, casi pierde el equilibrio, pero logró mantener la compostura por los pelos.

— ¡Maestro Subu! Si no fuera por lo que parece traeros a La Secuoya, mi corazón rebosaría de alegría al veros —exclamó, estrechando a Agilero en un abrazo fraternal—. Por cierto, Thyr nos bendijo con una hermosa niña poco después de vuestra partida. Nuestra pequeña Hemnes tiene ya dos Polanizaciones, justo el tiempo que lleváis ausente.

Agilero no esperaba tal noticia. A sus más de cuarenta polanizaciones, jamás había forjado lazos duraderos con mujer alguna, ni había tenido noticias de ser padre. Tampoco le interesaba ser reconocido como tal en estas circunstancias. Aun así, no pasaba día sin que el recuerdo de los generosos muslos de la madre de aquel mozo de apenas veinte años asaltara su mente.

—Nos topamos con una partida de jinetes comandada por Vallhorn antes del alba —continuó Agilero, con voz grave y mesurada—. Conocían nuestra desgracia y buscaban el rastro de aquellas bestias, con la vana esperanza de hallar a la mujer e hijos de Vallhorn con vida. Poco pudimos hacer para alimentar sus ilusiones; los Malhadoths devoran a todo eldiano que se cruza en su camino, como las plagas arrasan las cosechas. Aun así, les señalamos el rumbo que tomó la gran hembra cuando mi valiente sobrino Sja la puso en fuga. ¡Qué gesta digna de cantares, si no fuera por nuestro hermano caído!

De súbito, otra figura emergió de la empalizada, haciendo que el joven Herthyr se encogiera. Agilero la reconoció al instante.

Era una Dewafi bien conocida por el clan de La Casa del Final. Herrakra de La Secuoya, la misma que había sellado el destino de sus padres al abandonarlos a merced de la horda de Malhadots. Se había retirado con los suyos hacia donde se encontraba el anterior Eiwafi de la Secuoya, dejando indefensos a sus progenitores cuando luchaban por sus vidas contra aquella manada de bestias que asoló La Secuoya en el 2180 N.R.

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Los Dewafis, guerreros de sangre noble en su mayoría, juraban entregar su vida por el dirigente de turno, al que otorgaban el título de Eiwafi. Eran la élite, dedicados en cuerpo y alma al entrenamiento y a dirigir las guardias cuando no protegían a su Eiwafi. Gozaban del gran privilegio de ser servidos por una clase social llamada Mabzar, que les proporcionaba todo lo necesario para subsistir, exceptuando el armamento que ellos mismos escogían sin coste alguno. Por ello, además de ser los más formidables y fornidos guerreros entre los thyrianos, portaban las mejores armas y armaduras.


Herrakra lucía el uniforme característico de los Dewafi de La Secuoya: una resistente cota de malla sobre un gambesón de cuerpo entero, confeccionado especialmente para los caballeros de la Orden de Thyr. Guanteletes de cuero y escamas de aleación metálica cubrían sus manos, a juego con las botas reforzadas. Sobre sus hombros descansaban pieles de lobo, y su cabeza estaba coronada por un yelmo con rendijas para la boca y los ojos, rematado por cuernos curvados como los del propio dios Thyr. Como todo Dewafi, portaba un escudo redondo reforzado y una imponente hacha de dos manos que manejaba con la destreza de un maestro espadachín.

Herrakra avanzó con paso firme hacia el grupo, su armadura tintineando suavemente con cada movimiento. Sus ojos, fríos como el acero, se clavaron en Agilero.

— Vaya, vaya. El viejo lobo Subu regresa a su madriguera —dijo la Dewafi, su voz cargada de desdén—. ¿Qué desgracia traes contigo esta vez, cazador?

Agilero sintió que la sangre le hervía en las venas. Sus dedos se crisparon instintivamente sobre la empuñadura de su espada.
— La única desgracia que veo aquí eres tú, Herrakra —gruñó Agilero—. Sigues tan cobarde como el día en que abandonaste a mi gente a su suerte.


El joven Burhult miraba nervioso de uno a otro, consciente de la tensión que crepitaba en el aire como electricidad antes de una tormenta.


Herrakra esbozó una sonrisa cruel.

— Cuida tu lengua, cazador. Aquí no estás en tus bosques, sino bajo la protección de La Secuoya. Y yo soy la encargada de mantener esa protección.

— ¿Protección? —escupió Agilero—. ¿Como la que ofreciste a mis padres? Tus juramentos valen menos que el polvo bajo mis pies.
La mano de Herrakra se deslizó hacia el mango de su hacha.

— Quizás sea hora de enseñarte modales, viejo —amenazó la Dewafi—. Han pasado muchos años, pero aún no es tarde para saldar viejas deudas.

A pesar de su juventud, Sjá había sido forjado por el fuego de la experiencia, templando su espíritu hasta convertirlo en acero. Sus ojos, agudos como los de un halcón, captaron la tensión en el aire y, sin vacilar, se lanzó entre los dos contendientes con la agilidad de un felino. Su mirada, fiera y desafiante, se clavó en la soberbia Dewafi.

—¿Es este el auxilio que brindan los Dewafi de Bithung? —tronó Sjá, su voz cargada de desprecio—. ¡Creía que vuestra misión iba más allá de ser meros perros guardianes de un Eiwafi! ¿No jurasteis velar por todos los thyrianos, especialmente aquellos que han sobrevivido al abrazo mortal de los Malhadoths? ¡Que la vergüenza caiga sobre ti y los tuyos si estas palabras llegaran a oídos de un Eiwafi digno de tal título!

Las palabras del joven guerrero golpearon a Herrakra como un mazo, agrietando su máscara de arrogancia. La veterana Dewafi no pudo evitar que su rostro traicionara una mezcla de vergüenza y asombro ante la reprimenda de aquel mocoso de apenas dieciséis ciclos. Incluso la ira de Agilero se disipó como niebla ante el sol naciente.

Mientras tanto, Egico, un hombre de acción más que de palabras, había agarrado las parihuelas y se adentraba en la población sin miramientos, sabiendo que las formalidades ya estaban resueltas. Herrakra, sin embargo, no podía permitir que su autoridad se desmoronara por completo.

—¡Burhult! —ladró la Dewafi—. Asiste a estos Subus en lo que necesiten y luego regresa a tu puesto. —Dio media vuelta, fingiendo vigilar el horizonte sur, mientras los demás pasaban.

Al cruzar los colosales monolitos de roca que custodiaban la entrada al campamento Thyfaw, refugio de forasteros, la duda asaltó a los Subus. Sus bolsas estaban tan vacías de caporales de oro como de esperanza, y la perspectiva de pagar a la Madre Ensi por sus servicios parecía tan lejana como las estrellas.

Sin embargo, ante ellos se extendía el camino hacia la carnicería de los Siltum, reconocidos tratantes de carne de caza cuyos hijos eran Subus de renombre. El cadáver del Malhadoth que arrastraban prometía una generosa recompensa en caporales de oro. Pero las leyendas susurraban que en los oscuros rituales de resurrección, a veces se requería el cuerpo de la bestia que había segado la vida del difunto.

Burhult los observaba, sus ojos brillando con curiosidad mientras los Subus se debatían entre la necesidad y la superstición. El destino de Pecabuto, padre de Sjá, pendía de un hilo tan fino como el filo de una daga.

Egico, con sus veintisiete años de juventud ardiente, se disponía a llevar el cuerpo del Malhadoth a la carnicería de los Siltum. Sin embargo, sus pensamientos vagaban más hacia la voluptuosa Isimunda, hija de los carniceros, que hacia su difunto hermano. Sjá protestó, pero su tío Agilero, hombre de temple más frío, detuvo a su hermano con un tirón brusco.

— ¡Ya tendrás tiempo de perseguir faldas, hermano! Conozco bien tus instintos, pero ahora nos urgen asuntos más apremiantes —exclamó Agilero, arrastrándolo. Luego, se volvió hacia el Herthyr que les acompañaba—. Sé que vosotros, los Herthyr, derrocháis el oro como si fuera arena, pero quizás podrías ayudarnos si la Madre Ensi nos exige un pago para devolver la vida a nuestro hermano.

Burhult, sorprendido por las palabras de Agilero, respondió con voz grave:
— Se nota que desconocéis las leyes de los Ensi y poco frecuentáis La Secuoya. Solo las Simug cobrarían por tal acto. Para un Ensi, es un deber sagrado ante Thyr intentar devolver un alma a su cuerpo si la separación fue injusta —hizo una pausa, sopesando sus siguientes palabras—. Y creo, sin conocer toda la historia, que la muerte de vuestro hermano Pecabuto ha sido más que injusta. Sin embargo, no puedo aseguraros que seáis atendidos. Cuando los jinetes partieron en busca de las bestias que os atacaron, la Madre Ensi aún se recuperaba del ritual con el que os vio en peligro.

Agilero, sin dudarlo, hizo una señal y el grupo continuó su descenso hacia el puente que cruzaba el río homónimo de la población. A pesar de la sombría situación, el paisaje era magnífico.

La Secuoya se alzaba en un enclave digno de los héroes de las leyendas. A lo largo de incontables eras, el bravo río Secuoya había esculpido un cañón ancho y profundo, cuyas laderas estaban cubiertas por gigantescos árboles que se elevaban hacia el cielo como columnas de un templo olvidado. En el corazón de aquel desfiladero, la tierra se abría en un valle fértil, donde la naturaleza parecía haber vertido toda su generosidad.

Mientras descendían por el sinuoso sendero hacia el río, los sentidos de los viajeros se embriagaban con la salvaje belleza del lugar. El canto de las aves se entremezclaba con el susurro del viento entre las hojas de los árboles centenarios, y el aroma de la tierra húmeda y fértil impregnaba el aire. A ambos lados del camino, granjas y huertos florecían, testigos silenciosos de la abundancia de aquellas tierras bendecidas por Thyr.

Sjá, con su mente dividida entre el dolor por su padre caído y los recuerdos de su pasado, se sumió en pensamientos sobre aquella mujer que había conocido meses atrás. Como una visión de la mismísima Gran Madre Ensi, ella había aparecido en su vida durante aquella fatídica cacería. Desde entonces, su imagen lo perseguía, mezclada con la amarga culpa por no haber podido protegerla de los brutales ogros.

Ahora, mientras se acercaban a la casa donde ella le había dicho que vivía su familia, el corazón de Sjá latía con fuerza. ¿Habría sobrevivido al viaje hasta La Secuoya? ¿Lo reconocería si aún vivía? Su mente se llenaba de escenas imaginarias donde hablaba con ella, preguntándole por todo lo ocurrido desde su separación.


Sumido en estos pensamientos turbulentos, Sjá apenas notó que habían llegado a la altura del Gidu de los Segadores, la granja de la familia de Munferna, su amada. Como si los dioses hubieran escuchado sus silenciosas plegarias, en ese preciso instante una joven de llamativos pantalones rojos abrió la puerta de la cerca, llevando de las riendas a un poderoso caballo de tiro.


El mundo pareció detenerse para Sjá. Aquella figura, recortada contra la luz del atardecer, era inconfundiblemente la de Munferna. Su corazón latía en su pecho como un tambor de guerra.


Munferna, al verlo, no mostró sorpresa alguna. Al contrario, con el rostro iluminado por una alegría salvaje, se lanzó hacia él como una leona hacia su presa.

— ¡Sjá! —exclamó ella, su voz cargada de emoción.

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Sjá, con el ímpetu propio de la juventud bárbara, no pudo contener su júbilo. En un arrebato que traicionaba su verdadera naturaleza de explorador adolescente, estrechó a Munferna entre sus brazos fibrosos, sintiendo el calor de su cuerpo contra su pecho curtido. Sus labios se encontraron en un beso feroz, sorprendiendo a la mujer por un instante antes de separarse, conscientes de la mirada penetrante de su tío Egico, cuyo bigote ocultaba una sonrisa lobuna.

—¡Munferna, por Thyr, estás viva! —rugió Sjá, su voz ronca por la emoción—. Desde que los malditos ogros atacaron, no hemos dejado de perseguirlos. Esa obsesión nos ha llevado a enfrentarnos con los Malhadoths.

La mente de Munferna se agitó como un mar tormentoso ante la avalancha de información. Sus ojos se posaron en el cadáver del padre de Sjá, tendido como un roble caído, y en los rostros curtidos de sus tíos. Antes de que pudiera reaccionar, Sjá la arrastró hacia su clan, presentándola con la brusquedad propia de su gente.

Munferna, mujer de temple acerado, se sobrepuso rápidamente.
—¿Malhadoths? —escupió el nombre como si fuera veneno—. Esta madrugada, mientras ordeñaba mis Uras, vi pasar una partida de Herthyrs liderada por Vallhorn, el Shirru. Iban a enfrentarse a esos demonios que asolan el Bosque Alegre.

Sus ojos se oscurecieron al mirar el cuerpo sin vida.
—Mi historia puede esperar. Debo llevar la leche a Gruyer, la quesera, y visitar el Templo. Como Ayudante e Iniciada Ensi, estoy ligada a él, más aún en mi estado —dijo, rozando su vientre con una mano regordeta.

Sjá, con la ingenuidad de la juventud, no captó el significado del gesto, pero las miradas de sus tíos revelaron que ellos sí lo entendían.

—¡Subid a vuestro hermano caído al carro! —ordenó Munferna, su voz cortante como el filo de una espada—. Y atad el cuerpo de esa bestia infernal al costado. Ya es hora de que descanséis, Subus.

Emprendieron el camino a través del poblado, mientras Sjá narraba con voz grave los detalles del sangriento encuentro con los Malhadoths. Cruzaron el puente sobre el caudaloso río de La Secuoya, bullicioso de actividad a pesar de la hora temprana. Se toparon con Sharliona, la amargada esposa de Kukudico, cuyos labios se curvaban en un gesto de eterno desprecio. Su mirada, cargada de veneno, se clavó en Munferna, ignorando la comitiva guerrera. Más cordial fue el saludo de Platsa, del clan de los arroceros, aunque no se detuvo a charlar como de costumbre.

Con la habilidad de un diplomático curtido en mil batallas, Munferna guió al grupo a través del pueblo, evitando explicaciones y corrillos curiosos. El Herthyr que los acompañaba tuvo que intervenir más de una vez para dispersar a la muchedumbre que se iba formando a su paso hasta que entendió que sus servicios habían terminado y se volvió a su puesto, despidiéndose del grupo.

Llegaron al cruce de caminos, marcado por la imponente Posada del Viajero, y giraron hacia el Sarru del Templo. Se detuvieron ante las puertas de la Edubba, residencia de los Padres Ensi, donde Munferna los hizo esperar mientras mediaba por ellos.

El tiempo parecía haberse detenido cuando Munferna emergió, su rostro una máscara de gravedad. Con la franqueza propia de los thyrianos, soltó la noticia como un latigazo:

—¡De momento no se puede hacer nada! El Ritual no podrá realizarse hasta el atardecer, cuando se hayan recuperado las fuerzas necesarias —informó, su voz cargada de tensión—. Solo el corazón de la bestia podría aumentar las posibilidades de éxito.


Viendo la desilusión en los rostros curtidos de los Subus, intentó insuflarles ánimo:

—Mi granja está vacía desde que mis abuelos partieron hacia el norte, incapaces de soportar la vergüenza de mi estado. Vuestra compañía sería una bendición —hizo una pausa, sus ojos brillando con una luz extraña—. También está la opción de la Simug Hauga, tan sabia como antigua. Dicen que es única tratando con las almas de los difuntos, pero su precio… —su voz se tornó sombría— no es solo en bienes o monedas. Nadie que haya tratado con ella vuelve siendo el mismo. Sus ritos son pactos con demonios que invaden el alma y poseen las mentes. Trabaja con vísceras y sacrificios de sangre. Sin duda, necesitará todas las tripas del animal cazado —concluyó, su mirada perdida en oscuros pensamientos.

El miedo a las Simug corría por las venas de los thyrianos como un veneno ancestral, surgiendo de las profundidades del subconsciente, como una bestia primordial. A pesar de su aceptación, rehuían su trato, y el clan de la Casa del Final no era la excepción. Egico, el más joven de los tíos de Sjá, escupió sus palabras como si fueran bilis:

—¡Por todos los demonios Nisharu! Antes me arrancaría el corazón con mis propias manos que dejar el alma de nuestro hermano en manos de esa bruja, por más seductora que parezca.

—¡Contén tu lengua, hermano! —gruñó Agilero—. Hoy ya hemos bebido suficiente de la copa del sufrimiento. Aceptemos la hospitalidad de Munferna y dejemos que los dados del destino rueden.

Como si hubiera sido invocado desde las sombras, Akerbruk apareció, con sus ojos brillando con el conocimiento prohibido.

—Sé de la desgracia que ha caído sobre vuestro linaje —dijo, clavando su mirada en Sjá—. Os ofrezco mi ayuda, pero el precio será más alto de lo que imagináis.

Luego se volvió hacia Munferna, con una voz cargada de poder arcano:

—El don de la Imposición de manos corre por tus venas. Ha llegado el momento de despertar ese poder latente. Debes concentrar tu voluntad sobre el brazo cercenado de Pecabuto. Yo haré el resto.

Un resplandor azulado, apenas perceptible para ojos mortales, emanó de sus manos. El brazo mutilado de Pecabuto comenzó a cambiar, la carne muerta tornándose rosada, mientras una cicatriz serpenteaba alrededor de la unión. El tiempo pareció detenerse, testigo mudo de aquel milagro impío. Munferna sintió sus fuerzas flaquear cuando el miembro volvió a adherirse al cuerpo, en una grotesca parodia de vida.


—Ahora —continuó Akerbruk, su voz un susurro cargado de poder— aplicaremos lo que los maestros llaman «La Contención de la Muerte». Encadenaremos su alma al cuerpo, impidiendo que la podredumbre lo reclame. Pero os advierto: el riesgo es grande y las probabilidades, pocas. Nadie en el Templo ha logrado arrebatar a un thyriano de las garras de la muerte, aunque se rumorea que las Grandes Matriarcas de Thykar lo han logrado.

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Sus ojos brillaron con un fuego sombrío al pronunciar su última advertencia:

—El verdadero peligro es que podríamos traer de vuelta un cuerpo sin alma, una cáscara vacía que parezca Pecabuto sin serlo. Se convertiría en un Zombi, atrapado entre dos mundos, ni vivo ni muerto. Un destino peor que la muerte misma.

Munferna, viendo la duda oscurecer los rostros de los Subu, intervino con la autoridad de quien ha caminado por los senderos prohibidos del conocimiento arcano:

—No confundáis los ritos, mortales. «La Contención de la Muerte» es solo el primer paso en este baile macabro. Es el sello que mantiene a raya a los gusanos y a los espíritus carroñeros, nada más. El verdadero peligro acecha en las sombras del Ritual de Despertar del Alma.


Su voz se volvió grave, cargada con el peso de secretos ancestrales:
—Es en ese abismo, en ese intento por arrancar un alma de las garras del más allá, donde nos aguardan los horrores de los que habla Akerbruk. Ahí es donde nos jugamos el destino de Pecabuto, y quizás, el nuestro propio.

Los ojos de Munferna brillaron con un fulgor sobrenatural mientras concluía:
«La Contención de la Muerte» es solo el umbral. El verdadero viaje al inframundo, la batalla contra las fuerzas que guardan celosamente a los muertos, nos espera en el Ritual de Resurrección. Y os advierto, las consecuencias de fracasar en esa empresa son más terribles de lo que vuestras mentes mortales pueden concebir.

Sjá clavó su mirada en Munferna, sus ojos ardiendo con una súplica desesperada por resucitar a su padre. La mujer le devolvió una mirada firme, cargada de la sabiduría ancestral de las mujeres que van a ser madres. Los tíos, con rostros pétreos, ya parecían haber decidido el destino de Pecabuto. Agilero abrió la boca para hablar, pero Sjá lo interrumpió, su voz ronca por la emoción contenida.

—¡La muerte de vuestro hermano clama venganza! ¡Merece otra oportunidad, por Thyr! —rugió Sjá, volviéndose hacia Munferna—. ¡Thyr nos dará una señal! Padre Ensi, ¡completa los ritos sagrados!


Akerbruk, con una sonrisa lobuna, alzó sus manos huesudas. El aire se espesó con poder arcano mientras invocaba energías cósmicas. Un silencio sobrenatural cayó sobre ellos, cargado de presagios. El cadáver de Pecabuto se estremeció, su piel grisácea cobrando un tinte rosado.


—¡Llevadlo a un lugar bendito! —ordenó Akerbruk—. La morada de Munferna será vuestro santuario. Cuando la Madre lo dicte, os convocaré.


El Clan de la Casa del Final se dispersó, sus mentes aún turbadas, mientras esquivaban a los niños que, a esas horas, entraban en la Edubba para recibir sus clases diarias. Acompañaron a Munferna a entregar la leche, sus pasos pesados por la fatiga y la preocupación. De regreso, Agilero, curtido por años de batalla, señaló hacia el río, donde se alzaba la casa mejor construida.


—¡Ahí mora el viejo Expedit Quitapellejos! —gruñó—. Solo él dará buen precio por la piel de esa bestia maldita. Conservaremos su negro corazón y venderemos el resto. ¡Que su muerte nos traiga algún beneficio!

Escupió con desprecio, su saliva mezclándose con el polvo del camino. Agilero miró a Sjá y luego a Munferna.

—¡Tengo entendido que eres buena cazadora! —exclamó Agilero con voz ronca.— Por lo que sabrás, sin duda, los mejores lugares donde tratar con la mercancía.

Munferna se puso colorada, sus mejillas ardiendo con un rubor que solo ella comprendía. Con un esfuerzo, se recompuso para explicarse.

—Expedit ya no se encarga de negociar con las pieles —dijo con voz firme.— Solo dirige y se dedica a realizar los trabajos artesanales que más le apetece. Sin embargo, ¡estáis de suerte! ¡Dos de sus hijos atienden esos negocios y son mis amigos!

Bajó la mirada al suelo, su voz tornándose más suave.

—Y resulta que son los Enhedum más importantes de La Secuoya. Ellos dos, junto con otros dos, forman el famoso grupo «Voces de La Secuoya» y… —hizo una pausa, tragando saliva antes de continuar.— Me han dedicado una canción que se canta todos los días en La Secuoya.

—¡Eso es estupendo! —exclamó Sjá, sus ojos brillando de entusiasmo.— Seguro que eres la gran heroína del momento.

—Y en parte, tú, querido Sjá —respondió ella con ternura, tomando su mano entre las suyas—. Entremos sin más dilación, que seguro que podemos arreglar un buen trato.

Cruzaron el umbral del establecimiento. La luz inundaba el lugar, filtrándose por las numerosas ventanas. El fuerte olor a pieles de animales recién despellejados asaltó sus sentidos, proveniente de los montones apilados cerca de las ventanas para su aireación.

Égico, al entrar, solo tuvo ojos para la joven del mostrador. En su mente, aquella mujer habría hecho palidecer a las guerreras inmortales Shaktis de la Gran Madre Eiwa.

Su cabellera, de castaños tonos rubicundos, caía en una trenza gruesa sobre su hombro, desafiante cual látigo de guerra. Sus ojos, azules y fríos como los fiordos del norte, escudriñaban el horizonte con la fiereza de una loba acorralada. En ellos ardía una llama de determinación que ni la más cruel de las tormentas invernales podría extinguir.

Vestía una camisa azul, del color del cielo antes de una tormenta, ceñida a unos brazos acostumbrados al trabajo duro y a blandir el hacha. Sobre ella, un vestido de lana basta y marrón, teñido con la sangre de la tierra, se ajustaba a su figura como una armadura de batalla.

Su rostro, tallado con la dureza del granito de las montañas, ocultaba una belleza salvaje que ni el más cruel de los inviernos podría marchitar. Sus labios, apretados en una línea firme, guardaban secretos que harían temblar a los dioses mismos.

Allí estaba ella, hija de Thyr, una luz para Égico, el cual se había olvidado de pronto de cualquier otra mujer que existiera en el mundo.

Al ver entrar a Munferna, salió del mostrador y le dio un caluroso abrazo. Luego miró al grupo de arriba a abajo, mandando una pícara sonrisa a Égico cuando se dio cuenta de cómo la miraba.

—¡Sé bienvenida, heroína de La Secuoya! —exclamó—. ¿No me digas que volviste a salir a cazar de nuevo?

Sus ojos recorrieron al grupo antes de que una chispa de comprensión iluminara su rostro.

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—O no, espera… Ya sé. ¡Estos son los famosos Subu de los que ya se habla en toda la población!

Se dirigió hacia la puerta, dispuesta a confirmar sus sospechas buscando el cuerpo de la bestia abatida. Égico se pegó a ella con la rapidez de un felino.

—¡Espera! ¡Tenemos cierta premura! —soltó atropelladamente.

—¿Prisa? —dijo ella, llevándose las manos a la cintura en posición de jarras—. ¡Si acaba de empezar el día! ¿Cómo se puede tener prisa?

Su tono humorístico dejó a Égico, ya de por sí corto de palabras, aún más mudo. Pero Munferna salió en su ayuda.

—Efectivamente, son los héroes del día. Como sabes, han sobrevivido a las visiones de nuestra Madre Grima, quien ahora descansa reponiéndose. Vienen aquí por mi consejo, tan solo necesitan el corazón de la bestia. Sé que aunque solo tratáis con las pieles, también sabéis hacer negocios con las carnes de las buenas presas, y ante vosotros tenéis más un trofeo que carne. Es el símbolo de la supervivencia, de la fuerza que nuestro dios Thyr ha imbuido en nuestra naturaleza.

—¡Así que sois héroes! —exclamó la mujer, mirando al grupo con ojos seductores—. Supongo que Munferna os ha dicho que mi hermano y un par de amigos más formamos un grupo de Enhedum, que nos dedicamos a componer las canciones de los grandes sucesos que llegamos a conocer.


Se tocó la barbilla, su mirada clavada en Égico, mientras una sonrisa juguetona curvaba sus labios.


—Sin mirar la mercancía, os puedo ofrecer lo habitual para una piel de ese tamaño. Treinta y cinco Caporales de Oro y cincuenta por la carne. Pero quizás podrían contarme su historia y el precio cambiaría significativamente. Ganaríamos todos, pues la canción de Munferna todos los días nos hace ganar buenos Caporales de Oro en la Taberna del Viajero. ¿Quieren escucharla?


Se giró para traer a su hermano, dejando a los héroes expectantes ante la promesa de una canción y un trato ventajoso.

El rostro de Munferna se tiñó de escarlata, una mezcla de placer culpable y vergüenza al pensar en aquella canción que la perseguía. Las gentes del pueblo la entonaban a su paso, y aunque una parte de ella se estremecía de orgullo, otra se encogía de pudor al escuchar el estribillo:

“Munferna, la valiente, su destino enfrentó, contra bestias y ogros, su coraje mostró”.

Con gestos contradictorios, Munferna indicaba a Sjá su turbación, dividida entre el deleite secreto y el bochorno público que le provocaba el cántico. El muchacho, ajeno a su conflicto interno, estaba tan exultante como un chiquillo ante un festín. En su mente se veía ya como un héroe aclamado por las multitudes.
Égico, por su parte, parecía igualmente hechizado, sobre todo al descubrir una nueva hembra por la que suspirar —su semblante de bobalicón lo delataba sin remedio.


Solo Agilero mantenía cierta compostura. Su mirada lobuna y pensativa entretejía los infernales sucesos vividos con la cálida acogida en La Secuoya, donde todo parecía enderezarse poco a poco. No mediaban palabras entre ellos, como es costumbre entre los hombres del bosque, pero sus miradas lo decían todo. Por un instante, el peso de la decisión se cernió sobre los hombros del dubitativo Agilero, mas en ese preciso momento emergieron del fondo de la tienda los dos hermanos.

—¡Perdonad nuestra descortesía! —tronó Frosta—. ¡Ante vosotros, el grupo Voces de La Secuoya! Mi hermano mayor Norden y yo, Frosta, en ausencia de nuestro tamborilero Ekolsund y Billy, nuestro versátil aprendiz.

Norden se erguía cual roble centenario ante los ojos de los Subu. Su imponente figura se engalanaba con un chaleco de cuero curtido, atado al frente con cordones que apenas contenían su musculosa complexión. Sobre sus anchos hombros descansaba una capa de piel, testigo mudo de incontables batallas.


Su rostro, enmarcado por una espesa barba castaña y un cabello erizado cual melena de león, portaba la dureza de quien ha enfrentado mil peligros. Sus ojos, como brasas ardientes, escrutaban el horizonte en busca de nuevas aventuras o enemigos por conquistar.


Un cinturón de cuero gastado ceñía su cintura, sosteniendo el peso de armas que habían probado el sabor de la sangre en más de una ocasión. Sus brazos, forjados por años de combate y supervivencia en las tierras salvajes, emergían de mangas de lino claro, contrastando con la rudeza de su atuendo.
Con una amplia sonrisa se dirigió hasta Munferna, pero Agilero se adelantó.


—Disculpadnos vosotros —gruñó Agilero—. Los hombres de los bosques somos de pocas palabras. Soy Agilero, tío de este pequeño lobezno llamado Sjá —señaló al muchacho y luego a su hermano, que no apartaba la vista de Frosta, como si de una presa se tratara—. Y este es mi hermano menor, Égico, que parece presa de un encantamiento con vuestra hermana.


Égico, saliendo de su embelesamiento, miró alrededor como si acabara de materializarse en aquel lugar.

—No te inquietes, Agilero —rugió Norden con una sonrisa lobuna—. Mi hermana suele provocar tales efectos. Si bien es tan hermosa como las flores del día de la Polanización, son sus encantos ocultos los que verdaderamente hechizan a los hombres.

Munferna, al saludar, gesticuló desesperadamente a Norden, suplicando en silencio que no entonaran la canción. Pero sus súplicas mudas fueron en vano, pues Norden la interrumpió con voz atronadora:

—Tengo entendido que existe un trato entre nosotros, pero antes honraremos una vez más a nuestra sufrida Munferna. Duro es el destino que le aguarda, y queremos que sepa que siempre morará en los corazones de los de La Secuoya.

En ese instante, Frosta emitió un sonido que más parecía un siseo que otra cosa, acompañado de un tarareo rítmico. Como por arte de magia, una música pegadiza brotó de la nada. Con voz clara y potente, comenzó a cantar:

«En La Secuoya, una joven vivía,
Munferna, su nombre, belleza irradiaba,
Con ojos claros y pecas que lucía,
A los Malhadoth sin temor cazaba…»

El destino de Munferna. Interpretado por «Voces de la Secuoya«.

La melodía, a la vez evocadora y épica, envolvió a todos los presentes. El pegadizo estribillo no tardó en ser coreado por la multitud, que se encontró bailando al son de aquella música hechizante, intentando grabar en sus mentes cada verso.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —bramó Égico, con los ojos desorbitados.

—¡Habéis caído bajo el embrujo de los dones de los Enhedum! —reveló Frosta con una sonrisa maliciosa—. Los Enhedum poseemos el poder de entonar ciertos sonidos que alteran la esencia misma de la naturaleza para nuestro beneficio. Muchos podemos extraer música del aire de una canción ya interpretada, hacer bailar a la gente, desterrar el dolor de sus corazones y borrar sus preocupaciones, tal como os ha sucedido. Ahora, es el momento de que nos relatéis vuestra historia. Con ella, obtendremos con creces los tres Magister que os ofrecemos por la bestia y el relato.

—¡Tres Magister de Oro! —exclamó Sjá, con los ojos brillantes de codicia—. ¡Con semejante fortuna podríamos adquirir víveres suficientes para no tener que cazar ni recolectar durante una luna entera!

Agilero, con un gruñido de asentimiento, selló el trato. Mientras narraban su épica, fueron agasajados con el ardiente licor de Melidu de Ottebol.

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¡Elige la opción adecuada y avancemos juntos en la historia!

Agen, un Dewafi retirado


En la hora negra que precede al alba, cuando los mortales vagan entre los reinos brumosos del sueño y la vigilia, y las visiones parecen susurros de dioses primitivos, un estruendo desgarró el velo de la noche. El trueno de cascos equinos y el choque de acero contra acero hendieron el aire como el rugido de bestias de hierro, arrancando al veterano Agen de su reposo. El viejo guerrero, curtido por mil batallas sangrientas y ahora retirado, se mantuvo inmóvil, su cuerpo tallado en piedra. Sus sentidos, afilados por años de carnicería y conflicto, escrutaron la oscuridad para discernir si la amenaza merecía abandonar el abrazo de Morfeo.

A su lado, Aleby, su mujer, se estremeció como una gacela ante el rugido del león. Guerrera Herthyr veterana, su mente aún no había aprendido a aquietar los fantasmas del pasado, incapaz de discriminar entre las sombras de antiguas batallas y los peligros reales. Agen volvió su mirada hacia ella, sus ojos, duros como el pedernal, se suavizaron con una ternura que solo ella conocía.

—Cálmate, mi leona —gruñó Agen, su voz áspera como cuero viejo—. Sea lo que fuere lo que acecha en la noche, no es nuestra presa. Ni peligro inminente amenaza nuestro poblado, ni las rencillas de nuestro nuevo Eiwafi son ya asunto nuestro.

Sus últimas palabras destilaban la amargura del guerrero apartado del fragor de la batalla, un lobo viejo que aún añoraba la caza, pero que había encontrado un nuevo propósito en la paz de su hogar y en los ojos de su compañera.

La tensión de la noche, rota por los ecos de aquel estruendo, se fue disipando lentamente. El silencio regresó, más denso que antes, como si los mismos bosques alrededor del castro hubieran decidido guardar respeto por el retiro de aquel guerrero y su compañera.

Agen, con movimientos medidos y firmes, se incorporó en el lecho de pieles. A pesar de los años, sus músculos conservaban la agilidad y fuerza de un thyriano en su mejor momento. Las cicatrices que surcaban su piel contaban historias de batallas pasadas, pero el brillo en sus ojos revelaba una calma que solo la paz y el amor podían otorgar. Un amor que había encontrado en la quietud del hogar, en el calor compartido con su compañera de vida.

Con una sonrisa apacible, se levantó y se dirigió al hogar. Al cabo de unos momentos, un aroma cálido y dulce inundó la estancia, desplazando el aire frío y húmedo que marcaba el tránsito de la noche hacia el amanecer. El melidu, con su fragancia suave, ofrecía un confort familiar que Aleby recibió con los sentidos aún adormecidos. Estirándose como una pantera entre las pieles que la envolvían, sus labios dibujaron una sonrisa al captar el cambio en la mirada de Agen. Era una mirada que conocía bien, cargada de promesas no dichas.

—El melidu está infusionándose… —murmuró él con voz suave, su tono cargado de una ternura que invitaba a algo más profundo—. Mientras tanto…


Agen se acercó despacio, sus manos, siempre firmes, acariciaron la suave curva del hombro de Aleby, que le devolvió una mirada cómplice, sin necesidad de palabras. Sus cuerpos, aún plenos de vigor, comenzaron una danza antigua, conocida solo por los amantes que han compartido más que batallas. Los dedos de Agen rozaron la piel de Aleby como quien traza un mapa olvidado, redescubriendo cada rincón, cada centímetro que hacía estremecer a su compañera.


El silencio fue roto por sus respiraciones entrelazadas, sus labios apenas rozándose mientras las sombras de la noche se fundían con los primeros tintes del alba. Aleby no opuso resistencia, dejándose llevar por la cadencia lenta y medida de los gestos de Agen, que la envolvía en su abrazo como quien protege un tesoro preciado. Cada toque, cada caricia, era un tributo a los años que habían compartido juntos, a la pasión que nunca se había apagado.


Cuando finalmente se recostaron en las suaves pieles, sus cuerpos se unieron con la familiaridad de quienes conocen los deseos del otro mejor que los propios. La delicada sensualidad de su encuentro, lleno de susurros y miradas, fue como el ritmo pausado de la vida que habían construido juntos, sin prisa, pero con la intensidad de dos almas que se entendían a la perfección.


Con el rostro aún sonrojado y el calor de la pasión disipándose como la niebla matutina, tomaron asiento a los pies de la cama. En sus manos, una taza de melidu caliente, cuyo aroma les envolvía mientras el día nacía en el horizonte, marcando el comienzo de otra jornada compartida.

Mientras el cálido aroma del melidu flotaba en el aire, Agen mantuvo la mirada fija en la taza. El vapor ascendía en volutas, pero su mente vagaba en una época de acero, sudor y sangre. Aleby, sentada a su lado, notó la rigidez en los hombros de su esposo, una señal de que el pasado volvía a reclamar su lugar entre ellos. Sabía que la batalla contra los Malhadoths no era lo único que cargaba en su corazón.

—Siempre vuelve a mí, Aleby —murmuró Agen, sin mirarla—. Aquel día en el 2180… No puedo dejar de pensar en ello, en cómo todo podría haber sido diferente.


Aleby, quien compartía con él las cicatrices de aquella jornada, lo observó en silencio. No había necesidad de palabras innecesarias, pues ambos sabían a qué se refería. Ese fue el día en que sus destinos se unieron, luchando codo a codo para salvar la vida del Eiwafi Taranu. Pero también fue el día que dejó marcas más profundas en el alma de Agen.


—Hicimos lo que teníamos que hacer —respondió ella con voz suave, recordándole lo que siempre le decía—. Luchamos, cumplimos con nuestro deber, y más allá de eso… nos encontramos.


Agen finalmente la miró, pero no con la ternura que solía acompañar esas palabras. Había amargura en sus ojos, una sombra que aún no se desvanecía.

—No es por nosotros por lo que me atormenta ese día —dijo, su tono endureciéndose—. No fue el amor lo que me dejó esta cicatriz en el alma. Fue ver cómo Taranu nos ignoró. Nosotros salvamos su vida, lo salvamos, Aleby. Tú y los tuyos, los Herthyr, me ayudaron a sacar a ese hombre de entre las garras de la muerte. Y, ¿qué pasó luego? Cuando esa maldita Herrakra decidió retirarse, dejando a los Subus del Bosque Alegre a su suerte… ¿Taranu hizo algo? ¿Les ofreció ayuda? ¡Ni siquiera agradeció lo que hicimos!

Aleby asintió, sabiendo que esas palabras eran una verdad tan dolorosa como vieja. Herrakra, la esposa de Ektorp, había huido innecesariamente, dejando expuesta a la familia Subu en un acto cobarde y desleal. El precio de esa huida fue la vida de los valientes que protegían la retaguardia. Un sacrificio que Agen nunca pudo aceptar.

—Éramos Dewafi, teníamos una responsabilidad hacia todos ellos, no solo hacia el Eiwafi —continuó Agen, su mandíbula apretada—. Pero Taranu no dijo nada. Dejó que la traición de Herrakra pasara como si no hubiera sido más que una ráfaga de viento. Y Ektorp… bien, Ektorp se escondió tras el silencio de su esposa.

Aleby le tomó la mano, sus dedos cálidos envolviendo los de él. Lo conocía demasiado bien para saber que, por más que tratara de enterrar ese rencor, siempre lo perseguiría. Esa fue la razón por la que, cuando llegó el momento de renovar los votos con el nuevo Eiwafi, Bithung, Agen se negó. Y esa negativa lo apartó de la vida que conocía, y de los suyos.

—Renuncié a ellos —dijo finalmente, la voz más baja, casi como un susurro—. Sabía que no podía seguir sirviendo a una casta que se permitía ser tan ciega, tan desleal. No quise renovar mis votos con Bithung porque mi lealtad, mi verdadera lealtad, murió aquel día con los Subus que Herrakra dejó atrás. Y desde entonces, los míos… los Dewafi, no me lo han perdonado.

Aleby sostuvo su mirada, viendo la lucha interna que aún hervía en su interior.

—Los Dewafi no son todos los que fuimos ese día, Agen. Tú fuiste más que ellos, más que Taranu, más que Ektorp y Herrakra. Peleaste por los tuyos, por la gente que realmente importaba.

Agen la observó, sus facciones endurecidas poco a poco suavizándose al encontrar en los ojos de Aleby el único lugar en el que había hallado paz.

—Taranu fue un cobarde por no actuar —agregó Aleby—. Y Ektorp y Herrakra, también. Pero no es nuestro deber cargar con sus sombras para siempre.

Agen suspiró, aliviando un poco de la tensión que lo había mantenido atrapado en ese ciclo de resentimiento. Sabía que Aleby tenía razón, pero también sabía que el peso de ese día lo acompañaría siempre.

—No peleo más por ellos, Aleby —repitió con voz firme—. Lo dejé todo atrás. Y no me arrepiento de haber renunciado a servir a Bithung. Lo que hice, lo hice por nosotros. Pero a veces me pregunto si algún día podré verdaderamente enterrar a esos fantasmas.

Aleby apretó su mano con fuerza, ofreciéndole el único consuelo que podía darle.

—Tal vez no puedas enterrarlos —le dijo suavemente—, pero no tienes que enfrentarlos solo. Yo siempre estaré aquí, como lo he estado desde ese día. Peleamos juntos entonces, y lo seguimos haciendo ahora.


Agen sonrió levemente, por primera vez en ese extraño amanecer, sintiendo una pequeña chispa de alivio en su corazón. Aunque el pasado no podía cambiarse, al menos no tenía que enfrentarlo solo.

Aleby terminó de colocar los últimos trozos de salmón ahumado sobre la tabla de madera, mientras la suave bruma matinal se colaba por las ventanas de la cabaña. Afuera, sus gallinazas, con sus cacareos, se amilanaban ante el «kikirikí» de sus machos, con el cual anunciaban el nuevo día. El sonido del entrechocar de armas del campo de entrenamiento y el trajín de la destilería de Ottebol rompían la calma del amanecer, que ambos habían aprendido a valorar. El desayuno estaba servido: pan crujiente de Brimnes, queso curado de con hierbas especialidad de Gruyer la quesera, bayas fermentadas por ellos mismos, y el último de los filetes de salmón que habían pescado en el lago del desove, semanas atrás.


—Este es el último —dijo Aleby mientras se sentaba frente a Agen, el tono de su voz a medias entre una broma y un recordatorio.

Agen sonrió, cortando un pedazo de pan.


—Ya lo sabía. Por eso tenemos que hacer algo al respecto —murmuró con una risa suave, mirando el filete rosado que brillaba a la luz del amanecer.

Aleby asintió, pero su mirada tenía un brillo de preocupación.

—Tendremos que volver al lago pronto. No podemos quedarnos sin salmón y, de paso, podríamos recolectar algunas de esas setas espirituales que los Ensi siempre andan buscando para sus ritos y quizá algunas bayas para fermentar. Nos haría bien hacer una excursión ligera, además, a ti te vendría bien algo de aire fresco y tranquilidad. —Sabía que Agen había estado sumido en pensamientos más profundos y oscuros últimamente.


Agen masticó despacio, su mirada perdida en algún punto más allá de la cabaña.

—Sí… sí, tienes razón, pero he estado pensando en algo más —murmuró, girando lentamente el vaso de melidu entre sus manos.

—No puedo sacarme de la cabeza lo que oí sobre las piedras del alma.

Aleby lo observó con una mezcla de curiosidad y preocupación. Sabía bien lo que significaban esos cristales. No eran algo que se tomara a la ligera.


—Los fragmentos Nirdidu —repitió con un tono más serio, dejando su cuchillo a un lado—. Esos cristales, Agen, son peligrosos. Sí, podrían guardar nuestra alma, pero… ¿de verdad quieres resucitar en el cuerpo de un asesino o un penado? —Su ceño se frunció levemente—. ¿Has pensado en lo que eso significa? Volver, sí… pero en un cuerpo ajeno, quizás odiado, y en La Secuoya, donde todos nos conocen. Es una carga pesada para quien regresa y para los que se quedan.


Agen asintió, reconociendo la verdad en sus palabras. La resurrección, aunque una posibilidad real para los thyrianos, era rara y extraña, especialmente en una comunidad tan pequeña como La Secuoya. Ver a alguien cercano resucitar en el cuerpo de un delincuente podía causar desconcierto e incluso rechazo. Sabía que los Vana entregaban esos cuerpos ya preparados, pero la moralidad de usarlos siempre le había perturbado.


—Lo sé, Aleby. Es una decisión complicada. —Se pasó una mano por el cabello, pensativo—. Pero a veces me pregunto si deberíamos estar preparados. Si algo nos ocurriera… —dudó un momento antes de continuar—. No quiero dejarte sola, o que yo me quede sin ti. Y si pudiéramos encontrar esas piedras y sintonizarnos con ellas, al menos tendríamos una opción. No dependeríamos de los Ensi ni de un cuerpo ajeno para volver. Podríamos tener el control.


Aleby lo miró en silencio unos momentos. Sabía lo que las cicatrices emocionales de Agen le habían costado a lo largo de los años. Su rechazo a la clase Dewafi, su resentimiento por lo que había pasado con Taranu y la traición de Herrakra, todo lo había alejado de su comunidad en cierto modo. La idea de buscar esas piedras no solo era una forma de protección, sino también de tener algo que los Dewafi no podían controlar.

—Agen —dijo suavemente—, sé lo que quieres decir. Entiendo que no es solo por nosotros, sino por esa independencia que siempre has buscado. No quieres depender de nadie más, ni siquiera de los Ensi. —Hizo una pausa, sopesando sus palabras—. Pero no te olvides de lo que somos. Aquí, en La Secuoya, somos parte de una comunidad, pequeña, sí, pero todos nos conocemos, todos estamos entrelazados. No podemos pensar solo en lo que nos conviene a nosotros. ¿Qué clase de futuro tendríamos si resucitáramos en los cuerpos de criminales? ¿Qué dirían nuestros amigos, nuestra gente?

Agen la observó con una intensidad que solo Aleby podía descifrar. Su esposa, como tantas otras veces, tenía razón. La resurrección con las Piedras del Alma era una decisión que resonaba más allá de la mera supervivencia. No se trataba solo de regresar a la vida, sino de en qué forma se volvía y, sobre todo, en qué cuerpo.

Unos golpes resonaron en la puerta, interrumpiendo el silencio que había caído entre ellos. En el transcurso de la conversación, habían perdido completamente la noción del tiempo.

—¡Es el día de Lingan! ¡Ya sabes lo que eso significa! —dijo Aleby, inquieta, mientras se cubría con las pieles de la cama y señalaba hacia un montón de ropa sucia con el ceño fruncido.

—¡Hostagille! ¡La dulce Mardu de la Sadru Sudra! —exclamó Agen, refiriéndose a la lavandera del barrio humilde, mientras recogía con torpeza la ropa acumulada.

Con manos rápidas, abrió la puerta y se encontró cara a cara con un rostro que llevaba las marcas de una vida endurecida por los elementos. La piel de Hostagille, curtida por el azote constante del sol, tenía el color cálido y terroso de la tierra que pisaba día tras día. Sus ojos, de un marrón miel profundo, relucían con una luz tenue pero persistente, como las aguas del río donde pasaba sus jornadas lavando las ropas de los habitantes de La Secuoya. Su cabello, oscuro y descuidado, caía en desorden sobre sus hombros, revelando unos rasgos equilibrados y firmes, una belleza sin artificios que emanaba fuerza interior. Sus labios, llenos y marcados, destacaban aún más la feminidad que se entremezclaba con la dureza de su expresión, mientras su barbilla firme hablaba de una voluntad indomable. Llevaba un vestido sencillo de telas naturales, adornado con pequeñas flores que había estampado con sus propias manos, un arte transmitido de madre a hija en secreto. En sus pies, unas calzas reforzadas, cortas y toscas, hacían las veces de calzado.

Con paso resuelto, dejó el gran cesto de ropa que llevaba consigo y entró sin ceremonia en la modesta morada del antiguo Dewafi.

—¡Veo que ya tienen la ropa lista, señores! —dijo Hostagille al ver el montón de prendas que Agen sostenía apresuradamente.

Antes de que Agen pudiera articular una respuesta, la lavandera ya estaba echando un vistazo curioso al interior del castro, sus ojos recorriendo cada rincón con una mezcla de audacia y desparpajo mientras seleccionaba y recogía la ropa que le entregaban.

—¡Siempre me ha admirado vuestra valentía! —soltó con una sonrisa que, por un breve instante, inflamó el orgullo de Agen. Era un hombre que había conocido los elogios en la batalla, pero escuchar palabras de respeto de las clases más bajas tenía un sabor diferente, casi dulce.

Pero su satisfacción duró poco.

—Los otros Dewafis no dejan de hablar de vos, ¿sabéis? Critican vuestra casa, dicen que habéis abandonado las tradiciones. Insisten en que los Dewafi deben honrar las costumbres antiguas. Pero yo lo digo con sinceridad, la vuestra es una casa hermosa, única… ¡con habitaciones separadas! —dijo con un tono entusiasta mientras sus ojos intentaban traspasar los cortinajes que dividían la estancia principal del dormitorio, donde Aleby yacía desnuda aún bajo las pieles.

Agen se tensó, su orgullo transformándose en molestia. Con un paso firme, se interpuso entre Hostagille y la puerta del dormitorio, bloqueando su visión con una frialdad que no intentó disimular.

—Ah, eso es lo que dicen —replicó, visiblemente decepcionado por el giro que había tomado la conversación.

Ya hacía tiempo que Agen y Aleby habían aceptado las críticas. Habían decidido apartarse de las estrictas tradiciones Dewafi. La disposición de los hogares alrededor de una única hoguera central, tan venerada entre los suyos, no era ni funcional ni estéticamente agradable para ellos. Fue Aleby quien, con su visión práctica y su instinto innato por la belleza, transformó su hogar. Había cambiado la disposición del castro, y aunque el riesgo de ser condenados por sus antiguos compañeros estaba siempre presente, Agen lo había aceptado. Ya no era un Dewafi en el sentido estricto, y las reglas arcaicas ya no tenían sobre él la misma fuerza. Los tiempos habían cambiado, y aunque muchos en La Secuoya todavía vivían en los castros redondos, como el suyo, la mayor parte de la gente había optado por casas de planta cuadrada, más prácticas y modernas.

Mientras tanto, Aleby apareció en la estancia, recogiéndose distraídamente su larga melena dorada. Una sencilla pero elegante túnica granate envolvía su atlético cuerpo, acentuando su figura.

—¡Tan puntual como cada Lingan! —dijo Aleby con una sonrisa mientras se acercaba a la mesa—. ¡Tenemos Melidu recién hecho! ¡Toma una taza, mujer!

Hostagille no se hizo de rogar. Con la agilidad de alguien acostumbrada a largas jornadas de trabajo, se acomodó en el banco de madera.

—Tengo que volver pronto —comentó mientras se relajaba un poco—. Mis seis cachorros deben estar hambrientos, y aún tengo que llevarlos a la Edubba. ¡Que Thyr me dé fuerzas! —añadió, haciendo un gesto hacia el cielo—. Pero siempre hay tiempo para una buena taza de Melidu. No todos podemos permitirnos estos lujos —agregó, guiñando un ojo.

Aleby se sentó a su lado, sirviendo otra taza y echando un vistazo a la despensa mientras hablaba:

—Justamente estábamos hablando de eso —respondió mientras tomaba asiento frente a la gran mesa—. No sabemos si ir al Bosque Alegre por frutos de los Meliduneros o bajar al lago del desove por más salmón. Hoy acabamos con nuestras reservas, aunque todavía queda un último filete por si te apetece algo más.

Hostagille meditó unos instantes mientras sorbía el Melidu, disfrutando del sabor. Finalmente, aceptó la hospitalidad con una sonrisa.

—Con este desayuno, estoy considerando no cobraros el servicio de hoy —dijo, riendo con una nota de complicidad—. Aunque… si pudierais darme algunos huevos de vuestras gallinazas para el desayuno de mis pequeños, me daríais la vida.

Aleby asintió, sonriendo con calidez mientras le tocaba la mano en un gesto de amistad, pero antes de que pudiera responder, Hostagille siguió hablando:

—Respecto a vuestras dudas, creo que por ahora sería prudente evitar el Bosque Alegre. ¿No habéis escuchado lo que ha ocurrido esta madrugada? —preguntó, sin dejarles tiempo para responder—. El Shirru y todos los Belur disponibles han salido hacia allí para enfrentarse a una horda de Malhadoths. La Madre Ensi lo predijo en uno de sus sueños y envió una alerta. Se dice que la esposa del Valhorn fue atrapada en el conflicto. ¡Todo ha sido muy urgente! —concluyó, susurrando casi para sí misma.

—¡Una horda de Malhadoths! —exclamó Agen, su rostro endureciéndose al instante—. ¡Por Thyr y todos sus Engal! ¡Así que ese era el alboroto que nos despertó esta madrugada!

La tensión se apoderó del ambiente por un instante, pero Agen respiró hondo, esforzándose por calmarse. Se dejó caer en un banco junto al fuego, mirando pensativo a su esposa.

—Tal vez por eso no sentí el peligro —murmuró—. No estaba aquí, sino allá, donde acechaba. Valhorn es un guerrero de renombre. Él se encargará de esos Malhadoths y traerá a su esposa sana y salva. Después de todo lo que hemos hablado, quizás lo mejor sea centrarnos en lo nuestro. Será bueno abastecernos de salmón para toda la temporada.

Aleby quedó atónita. El impetuoso Agen, el guerrero que nunca se echaba atrás, estaba eligiendo la prudencia sobre la batalla. Sin embargo, entendió que, después de tantas pérdidas, la sensatez debía prevalecer. Si la aldea fuese atacada, ellos serían los primeros en alzarse en defensa, pero dejar el combate a otros en este momento no era una derrota, sino una elección sabia. Durante unos segundos, el silencio llenó la habitación, solo interrumpido por el leve chisporroteo del fuego.

Hostagille aprovechó el momento para levantarse, recoger las ropas y despedirse. Aleby le entregó media docena de huevos con una sonrisa agradecida, mientras la Mardu se despedía con una inclinación de cabeza y salía por la puerta. Una vez se quedaron solos, Aleby se volvió hacia su esposo, mirándolo con ternura.


—Entonces, está decidido. Iremos por el salmón primero —dijo con una sonrisa cálida—. Y aprovecharemos para buscar las setas espirituales. Nos vendría bien reponer tanto nuestras provisiones como las de los Ensi. Ahora la cuestión es si nos equipamos para el combate o salimos con prendas de exploración. Ya sabes, las ropas más ligeras son cómodas, pero ofrecen menos protección si esos malditos Malhadoths deciden aparecer.

Agen sonrió, asintiendo lentamente.

—Será bueno hacer algo tan simple y necesario. Volver al lago, sentir la frescura del agua, y abastecernos. —Se terminó el Melidu de un trago—. El camino es seguro, como bien sabes. Desde la Zidum del Gnomon, todo es un estrecho cañón. Nada grande puede adentrarse por el sendero del río… a menos que caiga del cielo, ¡ja, ja, ja! —rió, con la voz retumbando en el pequeño espacio—. De todos modos, como siempre, tú tienes la última palabra. Si prefieres llevar la armadura, al menos nos servirá para no perder la costumbre de andar con ella.

(En este punto se planteó la opción de elegir entre salir con la armadura completa o una más ligera de caza. El grupo de participantes de facebook eligió por mayoría que salieran con armadura completa, por lo que la historia continua por ese punto)

Si quieres ver como son las prendas, en este corto vídeo las podrás ver, con valores para el juego de rol:

Equipo de Agen y Aleby. La elección.

—¡Será mejor que me ayudes a embutirme en estas calzas! Parece que la vida tranquila me ha hecho ensanchar —gruñó Aleby mientras forcejeaba con las ajustadas prendas que se estirarían para dar cabida a las piezas de su armadura de acero vanario.

Agen esbozó una sonrisa cargada de malicia. A sus ojos, la abundancia en el cuerpo de su esposa no era más que otro atributo digno de admirar.

—¡Así que con armadura completa! —dijo con ironía, mientras el eco de su risa resonaba por la estancia—. Sea, pues. —Ya imaginaba las miradas asombradas de los guerreros, que a esas horas debían estar entrenando en el campo cercano.

Después de lo que les pareció una eternidad, ambos emergieron de su morada completamente pertrechados, como si se dirigieran al combate final. Sus cuerpos iban envueltos en acero y cuero, como auténticos avatares de guerra, pero también llevaban consigo los útiles para la pesca y demás enseres que necesitarían. El contraste entre lo mundano y lo épico no podría ser más acentuado que en aquella peculiar pareja de enamorados.

Aleby se asemejaba a las míticas Shaktis, las guerreras inmortales de las leyendas. Su armadura, una obra maestra de los forjadores thyrianos, destellaba bajo el sol con reflejos dorados. Las placas intrincadamente grabadas con símbolos místicos cubrían cada parte de su cuerpo: brazales, coderas, hombreras y una gorguera que protegía su cuello como si fuera la mordedura de un dragón. Su peto, esculpido a la medida de su imponente figura, llevaba grabadas alas y motivos de la naturaleza, mientras un cinturón de cuero oscuro unía las piezas del torso a los faldones de múltiples capas que se desplegaban sobre sus muslos. Las rodilleras, adornadas con alas que simbolizaban la victoria, se fundían con las espinilleras que cubrían sus piernas hasta las robustas botas acorazadas. Pero lo que coronaba su aspecto era la legendaria Corona de la Vigilancia, una reliquia mágica hallada en las fronteras de Ilumaiya. Dos dragones alados formaban el aro que rodeaba su cabeza, con las garras entrelazadas en la frente y las colas protegiendo sus mejillas. A pesar de dejar la cabeza descubierta, se decía que ningún golpe podía alcanzarla mientras llevara esa corona, y que quien la portaba percibía mucho más allá de los límites del ojo humano. Cuando Aleby se la colocaba, una aura de poder y belleza la envolvía, haciendo que hasta el más rudo guerrero se rindiera a su encanto.

La armadura de Agen, por su parte, no se quedaba atrás en magnificencia y protección. Era una combinación letal de malla y placas que hacía de él una fortaleza andante. Forjada con el mismo acero vanario, cada pieza estaba finamente decorada con motivos dorados sobre un fondo esmaltado en negro. La cota de malla brillaba bajo las placas del torso, con un faldón articulado que caía sobre sus muslos, y una coraza que abrazaba su torso, sujeta a hombreras de compleja ingeniería. Sus brazales, que cubrían hasta los codos, lucían grabados que rememoraban antiguas batallas, y en su cabeza descansaba un imponente casco con cuernos curvados hacia adelante, flanqueado por carrilleras doradas que dejaban al descubierto solo sus ojos, nariz y boca.

Ambos llevaban en el hombro un escudo redondo típico de los thyrianos, con un anillo metálico que rodeaba el borde y el centro reforzado. El emblema familiar estaba pintado en su superficie: sobre un campo verde, un león gigante enroscado en una secoya, símbolo de la población, y en el centro, el martillo dorado de Thyr.

Aleby portaba su arco con una aljaba repleta de flechas, y una lanza descansaba en su brazo junto a su escudo. En su cinto, colgaba una falcata curvada, típica de los thyrianos, siempre lista para el combate. Agen, por otro lado, empuñaba con firmeza el Martillo de Patrull, una legendaria arma cuyas propiedades mágicas eran temidas y respetadas por amigos y enemigos. Su cinto también sostenía una espada de puño y medio, forjada en los hornos de Thykar, y aunque había dudado en llevarla, optó por un tridente para la pesca de salmones, que ahora cargaba en la mano que sostenía el escudo.

Ambos guerreros habían perfeccionado la técnica de portar escudo y arma en el mismo brazo, mientras atacaban con la otra mano. Esa habilidad les permitía ser rápidos y letales, siempre listos para golpear con precisión a cualquier oponente. Tal destreza había surgido de la necesidad: los ogros, con su descomunal fuerza y agilidad, no daban margen a errores. Cualquier golpe errado contra esas bestias podría significar una muerte segura. Los thyrianos, por tanto, habían aprendido a adaptarse y a sobrevivir, siempre listos para responder a la brutalidad con una furia igualada solo por su habilidad.

Ante los ojos de ambos, el campo de entrenamiento bullía con una actividad febril. Los Herthyr traían a toda prisa sus monturas, mientras los Dewafi gritaban órdenes a diestro y siniestro, como si el viento las arrastrara en todas direcciones. Pero por un instante, esa vorágine de movimiento se detuvo en seco ante la imponente figura de la pareja. Luego, estallaron exclamaciones entremezcladas de sorpresa, improperios y risas roncas.

Agen esbozó una mueca al ver la reacción de los guerreros que se preparaban para el combate. Sabía bien que su sola presencia y la de Aleby sembrarían el caos entre aquellos hombres endurecidos por la batalla. Apenas habían cruzado el umbral cuando apareció Bithung, el joven Eiwafi de La Secuoya, con la rapidez de una tormenta desatada.

Bithung, de apenas veintidós inviernos, tenía el rostro marcado por el poder y la autoridad de su linaje. Sobre su frente reposaba la Corona de Hierro, símbolo de los Ewafi, y su armadura, más práctica que ornamental, reflejaba la eficiencia de su rango. La gran faja de placas metálicas que adornaba su abdomen brillaba bajo la luz grisácea de un cielo que amenazaba con tormenta. Con un gesto arrogante, alzó su mano, deteniendo a la pareja antes de que pudieran dar un paso más.

—¡Ya pensaba que no os dignaríais a aparecer ante mí! —gruñó, con una sonrisa ladina que no alcanzaba sus fríos ojos azules—. Pero veo que habéis decidido poneros bajo mi mando para enfrentar el ataque que se cierne sobre nosotros.

El cielo se oscureció repentinamente, como si los mismos dioses se hubieran enfurecido.

Agen clavó su mirada en el joven Eiwafi con desprecio apenas contenido. Aleby, cuya mano ya se cernía sobre la empuñadura de su falcata, estuvo a punto de desenvainar el arma, pero la firme mano de su marido la detuvo. El veterano guerrero, con la calma que solo un sobreviviente de incontables batallas podía poseer, enfrentó a Bithung sin mover un músculo.

—He cumplido mi promesa ante tu padre, el innoble Taranu, hace ya mucho tiempo —dijo Agen, su voz profunda como el trueno que comenzaba a resonar en el horizonte—. Ningún juramento me une a ti. Y en cuanto a mi esposa… —su mirada se posó en Aleby, conteniendo la furia que sabía ardía en su interior—. Parece que en el año que llevas gobernando esta población, has olvidado que los Herthyr son guerreros libres. Se comprometen a quien eligen, no a quien los manda. Y esta Herthyr, en particular, no tiene otro compromiso que cuidar de mí y de lo que es nuestro, lo cual hace mejor que tú con La Secuoya.

Las palabras de Agen retumbaron entre los guerreros que se habían arremolinado a su alrededor. Los Herthyr, endurecidos por las luchas y el servicio, asentían en silencio. Los Dewafi, aunque más disciplinados, intercambiaban miradas nerviosas, sabiendo que no podían ignorar la verdad en las palabras del veterano.

Bithung palideció, sus ojos azules se encendieron con una furia apenas contenida. En su interior, el joven Eiwafi luchaba con su propio orgullo. Ektorp, un Dewafi de mirada ambiciosa, dio un paso al frente, con la intención de someter a Agen y humillarlo públicamente. Pero antes de que pudiera actuar, fue contenido por sus propios compañeros, que aguardaban instrucciones de su jefe.

Bithung no era tan temerario como su juventud podría sugerir. La sangre de Eiwa, la Primera Nacida, corría por sus venas, y con ella una sabiduría ancestral que lo hacía detenerse y reflexionar en momentos críticos. Sabía que un paso en falso podría convertir aquel desacuerdo en una tragedia sangrienta para La Secuoya. Su rostro reflejó por un instante una furia helada, pero se dio cuenta de que había subestimado a su adversario.

La situación se había vuelto peligrosa. Los Herthyr estaban conmovidos por las palabras de Agen, y entre los Dewafi comenzaba a germinar la duda. Bithung comprendió que, si forzaba la situación, podría perder no solo el apoyo de los Herthyr, sino también la lealtad de sus propios hombres. Bajó la cabeza, y con un giro abrupto, trató de calmar a sus guerreros.

—¡Son libres de elegir si quedarse y defender La Secuoya o huir como cobardes ante Thyr! —rugió, con voz amarga—. ¡No seré yo quien detenga a un thyriano libre ante su dios!

E.3. Una cuestión de orgullo thyriano. ¿Qué determinaría Agen?

A. Dar razones por las que no considera La Secuoya amenazada y proseguir con su excursión al Lago, con su habitual “diplomacia”.

B. Subyugarse a las intenciones del Eiwafi y ponerse a sus órdenes.

C. Calentar más la situación para provocar un conflicto y probar el temple de su dirigente, a pesar de la posibilidad de crear la primera matanza entre thyrianos de la historia.

(La historia continua conforme la opción A, elegida por la gran mayoría de los participantes del grupo de Facebook. Puedes unirte al grupo, y participar en todas las aventuras pulsando aquí)

Para cualquiera que no fuera un Dewafi experimentado como Agen, aunque retirado, aquellas palabras habrían sido una provocación imposible de contener. Pero Agen no era cualquier guerrero. Sus ojos recorrieron el creciente grupo de hombres de armas de La Secuoya. Cada gesto, cada mínimo movimiento, le fue revelado en un análisis veloz y certero. Sus músculos, tensos como las cuerdas de un arco, se relajaron, aunque sin perder la chispa de acero que lo mantenía alerta. A su lado, Aleby, su compañera de batalla, estaba lista para desatar su furia. Para ella, el control de esa ira era un concepto ajeno, como el viento tratando de retener la tormenta.

Agen percibió lo que su esposa observaba con más instinto que razón: algo oscuro y cercano, una amenaza que ella había detectado, como siempre lo hacía. A pesar de la tensión que crecía a su alrededor, una sonrisa burlona asomó en sus labios. El juego iba según lo había previsto desde el momento en que decidió enfundarse en la armadura completa. Aquellos guerreros exaltados no sabían que habían sido arrastrados a una trampa cuidadosamente tendida.

—¡Cobarde es el que abandona a un camarada en el fragor de la batalla! —tronó su voz, mirando directamente a Ektorp—. ¡Cobarde es quien se esconde detrás de su Eiwafi para cubrir sus fracasos ante el código! ¡Cobarde es el Eiwafi que no aplica La Regla cuando sus Dewafis la rompen con excusas patéticas! —Agen desvió la mirada hacia Bithung, atacando con sus palabras tanto al padre como al hijo. Sabía lo que estaba por ocurrir.

Las palabras de Agen, impregnadas de honor y resentimiento, resonaron en el aire cargado de tensión. De pronto, la calma se rompió. Ektorp, incapaz de contener su rabia, saltó hacia adelante alzando su Dewakal. El arma cortó el aire con un silbido mortal, su larga hoja curvada preparada para cercenar la vida del veterano.

Pero Aleby estaba preparada. Antes de que el hacha pudiera encontrar su objetivo, ella se lanzó como un rayo, interponiendo su escudo en la trayectoria del golpe. Rodaron juntos por el suelo, pero Aleby, siempre un paso por delante, acabó dominando la situación. Con el borde de su escudo presionando la garganta de Ektorp, lo inmovilizó con una destreza feroz.

La conmoción fue inmediata. Nadie se movió. Sólo Agen, quien había retrocedido lo justo para dejar que su esposa ejecutara la maniobra, rompió el silencio.

—¡Si esto no es romper la Regla, entonces eres tan ciego como tu padre! —rugió, mientras los Herthyr empezaban a corear, una y otra vez, la palabra «Regla», exigiendo justicia. Incluso algunos Dewafi empezaron a repetirla, como si las palabras de Agen hubieran destapado una verdad demasiado incómoda para seguir ignorándola.

Todo estaba calculado. Agen había sabido desde el principio que, si se armaba con el acero de guerra, el Eiwafi Bithung rondaría el Campo de Entrenamiento con sus Dewafis, siempre presentes para supervisar a los Herthyr. Conocía la cobardía de Ektorp, sabía que con la menor provocación rompería el sagrado código que regía a los nobles entre los thyrianos: Caballeros de la Orden de Thyr, Belur y los Dewafis. Y así sucedió.

Ahora, Bithung estaba atrapado por las propias reglas que le daban su poder. Según La Regla, Ektorp debía ser expulsado de la clase Dewafi, junto con su esposa, y desterrado de La Secuoya. Sus hijos serían vigilados por los Belur durante un ciclo solar, y cualquier desobediencia desataría la ruina para el Eiwafi y su dominio.

El aire se volvió más pesado. El rugido de la tormenta se cernía sobre La Secuoya, tanto en el cielo como en el alma de sus habitantes.

E.4. La decisión de Agen.

Después de los hechos.

A. Emprender de nuevo la excursión al Lago del Desove, dando por terminados sus planes de resarcimiento ante el Dewafi y el propio Bithung

B. Esperar la reacción de Bithung.

C. Esperar la reacción de Bithung. Pero en caso de no aplicar la Regla, solicitar el derecho de Asamblea para deponer al Eiwafi y llevar él mismo, junto a su mujer, a Ektorp a los calabozos de la Torre del Shirru.

El rostro del joven Bithung pareció envejecer en cuestión de instantes. La tormenta que se avecinaba sobre La Secuoya también rugía dentro de él. Como Belur antes que Eiwafi, conocía de primera mano tanto La Regla, la norma sagrada que regía a todo noble, como el Código, las leyes de conducta que debían seguir todos los que servían, comenzando por los propios Dewafi. Sabía que esos principios eran el pilar sobre el que descansaba su sociedad. En su fuero interno, no podía negar la injusticia que su padre cometió al ignorar los sucesos que enfrentaron a las dos familias y al Clan de la Casa del Final el mismo año en que él nació. Y esos mismos Dewafis, a excepción de Agen, le habían jurado fidelidad. Pero ahora, ese hombre exigía justicia, una justicia que él mismo había preferido no ver.

—¡Thyr ha revelado el mal que nos atenaza, y demanda que la justicia se imponga por mi mano! —declaró, alzando la espada de Taranu, que ahora portaba con un nuevo peso en su corazón—. ¡La injusticia y el engaño han cegado mi mente, han sellado mis oídos! Pero tus palabras, noble Agen, y las acciones de tu valerosa esposa Aleby, me han hecho ver la verdad.

Dirigió su mirada a todos los presentes, su voz resonando con renovada autoridad.

—¡Se hará justicia!

Imbuido en una furia inhumana, Bithung levantó del suelo con un solo brazo al caído Ektorp, zarandeándolo como si fuera una muñeca de trapo. Sin soltarlo, proclamó su sentencia:

—¡En múltiples ocasiones has roto la sagrada Regla, tanto tú como tu esposa, Herrakra, que aún alimenta el rencor de los Subus de la Casa del Final! Has faltado a la Templanza, pues no mostraste calma ni entonces ni ahora, a la mínima provocación. Has mancillado el Honor, la Cortesía, y lo más grave, la Justicia, norma suprema de Thyr. ¡Una sola falta a La Regla implica deshonra y la pérdida de tu posición, pero no ha sido una sola, sino muchas las que has infringido! —continuó, mientras lo mantenía suspendido como un símbolo del poder que emanaba de su voluntad—. Hoy, en nombre de los Subus y de aquellos que perecieron innecesariamente aquel aciago día, hago justicia. Te retiro tus armas, tu armadura y tu título de Dewafi. Te expulso de La Secuoya, y te ordeno que no pongas un pie aquí de nuevo, a riesgo del exilio… o de los portales de los Vana.

Lo bajó lentamente, dándole una última mirada llena de resolución.

—Al caer el sol, tu equipo deberá estar en la Torre del Shirru. Vuestros hijos menores podrán acompañaros, pero los reconocidos Belur se quedarán aquí para limpiar la mancha de vuestro nombre.

Los Herthyr gritaron con aprobación, vitoreando la justicia del joven Eiwafi. Los Dewafi golpearon sus Dewakal contra sus pechos en señal de respeto. Incluso Agen y Aleby se inclinaron levemente, mostrando la primera señal de respeto hacia Bithung.

—Hoy has ganado los corazones de todos, y has demostrado ser el Eiwafi que esperábamos. —Agen se acercó, colocando una mano firme en el hombro de Bithung—. ¡Nuestras armas están a tu servicio! Pero somos iguales hoy, y lucharemos si debemos luchar. No veo diablos, ogros, ni siquiera los malditos Malhadots que nos han asolado desde la maldición de Mushussu.

Antes de que pudiera continuar, Aleby, recomponiéndose tras la acción, asintió a las palabras de su esposo, y con un toque de ligereza, añadió:

—¡Y si quieres peces, te traeremos algunos del Lago del Desove!

Unas carcajadas rompieron la tensión, y la pareja se alejó hacia el río, dejando atrás un campo que había pasado de la tormenta a la calma.


La Mañana

Héroes y supervivientes


Un numeroso grupo de personas se acercaba lentamente por el estrecho camino del desfiladero que daba acceso a la entrada norte de La Secuoya. Las imponentes paredes de roca, altas y silenciosas, se alzaban hasta fundirse con el cielo, difuminándose con las copas de las coníferas que, desde las alturas, trataban de capturar los escasos rayos de sol que lograban atravesar aquel sombrío pasaje.

A la cabeza del grupo, un caballero de la Orden de Thyr avanzaba con paso firme, acompañado por un Herthyr a caballo, ambos en silencio, como si la sombra de lo vivido pesara en sus corazones. Detrás de ellos, otro caballero, más imponente, portaba un gran martillo que sostenía como si fuera un estandarte sagrado. Su porte denotaba autoridad, una figura que destacaba entre todos, irradiando respeto.

A continuación, una enorme carreta con los emblemas de la Orden de Thyr avanzaba, tirada por un robusto caballo thyriano de tiro y conducida por un joven escudero de la Orden. Varios jinetes flanqueaban la caravana, entre ellos más caballeros, Herthyr y nómadas que habían sobrevivido al desastre.

En las carretas que seguían, viajaban los exhaustos supervivientes del Clan de los Aveneros, escoltados por sus salvadores: los Caballeros de la Orden de Thyr y los dos Herthyr de La Secuoya, milagrosamente a salvo tras el enfrentamiento.

El silencio se rompió con un sonido brusco, como si una hoja de acero al rojo vivo se sumergiera en agua helada. Kallas, hijo de las miserables calles de La Secuoya, donde los thyrianos de baja cuna se amontonaban como ratas en una madriguera, alzó la voz. La sangre de los Mabzar corría por sus venas, una estirpe de siervos atados a la familia Dewafi de Salno. De aquel veterano guerrero, Kallas había heredado no solo el amor por el acero, sino la esencia misma de la guerra, como si el campo de batalla hubiera moldeado cada fibra de su ser.

Su armadura, la Brynjailen, era un testimonio de su humilde origen: cuero endurecido y placas de metal entretejidas con pieles de oso, una protección rústica pero efectiva. En su mano diestra, un martillo de guerra bailaba con mortal agilidad, mientras su brazo izquierdo sostenía un escudo redondo, desgastado por el uso pero firme como la voluntad de su portador.

A su lado cabalgaba Don Niall de La Paulonia, un caballero novel de la Orden de Thyr. Su cota de malla brillaba bajo el sol de la mañana, y las placas de metal que cubrían sus extremidades resonaban con cada movimiento, una sinfonía de acero. En su pecho, el martillo dorado de Thyr, símbolo de la Orden, resplandecía como un faro de esperanza sobre la sobrevesta de color crudo.

El destino, siempre caprichoso, había entrelazado sus caminos en una mortal danza contra los Malhadoths. De aquel brutal encuentro, había surgido una camaradería férrea, alimentada por el sudor del esfuerzo y la sangre de sus enemigos.

Kallas, con los ojos llameando como brasas en la penumbra del atardecer, rompió el silencio una vez más. Su voz, áspera por el polvo del camino, resonó con la promesa de placeres terrenales:

—¡Por Thyr! La entrada de La Secuoya se alza ante nosotros como una amante ansiosa. Pronto, compañero, nuestras gargantas arderán con el fuego líquido de la taberna, y nuestros cuerpos hallarán reposo en el Thysam.

Sus palabras atravesaron el aire como una flecha, cargadas de la anticipación que sienten los guerreros al vislumbrar el final de su jornada. La caravana entera se estremeció, el cansancio del camino disipado por un breve destello de alivio.

Don Niall observó a su compañero, pero antes de que pudiera responder, un jinete surgió del fondo de la columna, galopando con determinación hacia la entrada de la población. A simple vista, su porte denotaba autoridad; era el único que vestía una armadura completa de acero thyriano, resplandeciente sobre la cota de malla que todos los caballeros recibían al ser nombrados. Su escudo, adelantado sobre su pierna izquierda mientras cabalgaba a toda velocidad, ostentaba la insignia de su rango, con el martillo dorado de Thyr sobre un fondo blanco, marcando su liderazgo sobre los demás, quienes lo llevaban sobre madera o acero pulido sin adorno alguno, como Don Niall o Don Almalux de Thyrken, que resguardaba la retaguardia.

Siempre que avanzaba, llevaba su gran martillo bendecido como si fuera un estandarte, el mismo que había invocado para desatar la ira de Thyr sobre los Malhadoths que asolaban el campamento de los Aveneros. Era Don Ulfvairn, superior de la Orden, cuyo nombre evocaba respeto y admiración.

Don Niall lo observó pasar, su figura imponente, un torbellino de acero y poder que cortaba el viento.

—A Don Ulfvairn parece gustarle hacer las cosas por sí mismo —comentó Niall con una sonrisa cargada de admiración, mientras veía a su superior desaparecer al frente de la columna.

Kallas miró pasar, con los ojos entrecerrados y la sorpresa endureciéndole las facciones, al imponente Maestro Forjador Don Ulfvairn del Puesto del Sur. En La Secuoya, aquel nombre era bien conocido. Don Ulfvairn no solo era el segundo al mando del puesto fronterizo que vigilaba las tierras del sur de Thyrkur, sino que traía consigo la promesa del oro y el poder que emanaba desde el Magister, la sede de los Caballeros de Thyr.

La llegada de Don Ulfvairn y su escolta con la carreta de oro a La Secuoya nunca pasaba desapercibida. Los thyrianos se arremolinaban como moscas en torno al carro, ansiosos por intercambiar sus bienes por las monedas relucientes que tanto codiciaban. Sin embargo, los Caballeros de Thyr eran exigentes en sus tratos. No todo lo ofrecido era digno de ser aceptado; solo los productos que necesitaban para el Puesto del Sur entraban en su interés. Las monedas que circulaban traían consigo un nuevo orden económico: las grandes monedas de oro puro, llamadas Magister, y los pequeños y manejables Caporales de Oro, más pequeños, pero igualmente codiciados, con un valor una centésima parte menor.

Los lingotes de acero thyriano, cobre, estaño y plata eran otro de los tesoros que Don Ulfvairn traía consigo, destinados a los Forhamar, los herreros maestros de las poblaciones, quienes pagaban en productos valiosos: armas y armaduras, objetos de guerra y supervivencia que mantenían viva la llama del conflicto en los corazones thyrianos.

Sin embargo, la verdadera autoridad de Don Ulfvairn no residía solo en el comercio. Como Maestro Forjador, también reclutaba nuevos Aprendices para la Orden, seleccionando con ojo frío y calculador a los pocos elegidos que tenían las aptitudes para convertirse en Caballeros. Ser elegido era un honor, pero para Kallas, era una sombra que pendía sobre su espíritu. No todos los hombres nacían para portar la insignia de Thyr, y esa duda siempre lo había atormentado: ¿sería él, algún día, digno del llamado? ¿O seguiría siendo simplemente un siervo más, en los márgenes de la grandeza que anhelaba?

—Me hice Herthyr porque, por un lado, admiraba al Dewafi Salno, a quien mis padres sirven como Mabzar —dijo Kallas, su tono cargado de una amarga determinación—, pero también porque quería liberarme de esa servidumbre. No quería ser un simple sirviente de un noble, sumiso y encadenado. Quería luchar por mi poblado, por los amigos con los que he crecido, acabar con la maldición que asola al pueblo thyriano desde que nuestro dios acabó con el Gran Dragón.

Su voz se quebró por un momento, buscando las palabras adecuadas para expresar lo que aún no había dicho, una confesión nacida de lo más profundo de su ser.

—Siempre he convivido con la presencia de los Caballeros de la Orden de Thyr —continuó, esta vez con más calma—, pero os confieso que siempre os vi como engreídos, más cercanos a los Ensis que a guerreros de verdad. Religiosos enfundados en acero, nada más. Nunca habíais despertado en mí ni un atisbo de respeto… hasta ahora. Jamás había combatido junto a uno de vosotros, pero tras lo que vi en el campo de batalla… —Kallas hizo una pausa, sus ojos oscuros recordando el caos de la lucha, el dolor de la pérdida—. Es como si el mismo Thyr se hubiera manifestado ante mis ojos. Nunca imaginé que los Caballeros de la Orden estuvieran tan por encima, en habilidades, de lo que cualquier Herthyr podría soñar.

La verdad le ardía en la garganta, pero era un reconocimiento que debía hacer, aunque costara admitirlo.

—Tan solo tres Caballeros… —su voz se volvió más grave— fueron suficientes para desbaratar una horda entera de Malhadoths. Aquellos monstruos infernales casi habían acabado con todo un Clan al que debíamos proteger. Nosotros, los Herthyr, habríamos perecido junto a ellos… de no ser por vuestra divina aparición. Gracias a vosotros, salvamos nuestras vidas.

Kallas hizo una pausa, su mente vagando hacia la imagen de su compañero Lade, malherido, tendido en el campo de batalla. Un suspiro pesado escapó de sus labios mientras la sombra del dolor lo cubría por un instante.

D. Niall dibujó una modesta sonrisa, mezcla de orgullo y aprobación, antes de fijar la mirada en el impetuoso Herthyr que caminaba a su lado.

—Fue la divina providencia de nuestro dios lo que pudo salvarnos a todos —dijo, su voz cargada de una fe profunda—. Don Almalux y la valiente Gwyneth, junto con otros compañeros caídos, llevaban días siguiendo la pista de esa horda de Malhadoths desde las inmediaciones de Thyrken. Los encontramos, como te dije, cerca de La Paulonia, mi tierra natal. Veníamos del Magister con el cargamento de oro y metales. De no ser por la maestría de Don Ulfvairn, invocando la Ira del Martillo de Thyr, nos habrían desbordado por su número.


Kallas revivió en su mente aquella feroz batalla, sintiendo de nuevo el frío filo de la muerte. Lade, su camarada, habría perecido sin la milagrosa intervención de los caballeros. Pero su curiosidad no se saciaba. Aquella clase de guerreros despertaba su interés más allá del respeto.

—Háblame de esas invocaciones. ¿Todos los caballeros podéis hacerlas, o solo los más altos cargos? —preguntó Kallas, su tono más ansioso de lo que había pretendido.

D. Niall esbozó una ligera sonrisa, casi paternal, y evaluó con la mirada al joven Herthyr de arriba abajo.

—Veo que el interés por nuestra Orden ha germinado en ti. Nuestro sendero no es simple. Requiere Fe, estudio y disciplina. Hemos aprendido a recitar oraciones breves que invocan directamente el poder que Thyr nos concede. A estos rezos les llamamos Invocaciones Sagradas. Cuando un Aspirante alcanza el rango de Caballero, recibe el Libro del Caballero, donde están escritas todas las invocaciones, en el Idioma Sagrado.

—¿Entonces cualquiera de vosotros podría hacer lo que hizo Don Ulfvairn? —interrumpió Kallas, con la urgencia del que anhela una respuesta clara.

D. Niall dejó escapar una risa suave, pero cargada de gravedad.

—No tan rápido, amigo. Es más complejo de lo que parece. Las Invocaciones están ordenadas por niveles de maestría. Cuanto más sube uno en la jerarquía de la Orden, más poderosas son las invocaciones que puede manejar. Es cuestión de fe, sí, pero también de experiencia y fuerza interior. Yo mismo soy un Caballero Edin, de segundo rango en la Orden, y solo puedo invocar los rezos que corresponden a los Escuderos Acólitos, que es mi actual empleo o Grado profesional. Las invocaciones de mayor poder están más allá de mis capacidades. Intentar recitarlas sería agotarme inútilmente.

Kallas asintió, procesando la información. En su mundo, la lucha era directa. Sus habilidades dependían de su destreza con las armas, su fuerza física y su furia interior. Pensó en cómo, con el tiempo, cada Herthyr especializaba su combate en función de las armas o técnicas que dominaba, y aquello despertaba en él una profunda inquietud.

—Es como si fuera magia, pero dada por nuestro dios, ¿no? Como lo que hacen los Ensi con sus oraciones —dijo finalmente, con una risa nerviosa.

D. Niall soltó una carcajada breve, un tanto burlona.

—Algo así. Pero nuestra senda es más completa. Los Caballeros seguimos un camino similar al de los Ensi, aunque nuestras armas son de metal, no solo de palabras. Podemos invocar los mismos rezos y realizar los mismos rituales, aunque no con la misma maestría. De hecho, en los lugares donde no hay un Ensi, somos nosotros quienes asumimos ese rol. Para ello, dentro de nuestra Orden existen los Caballeros Ensi, guerreros versados en los rituales religiosos.



Kallas, a pesar de las burlas, no podía contener la admiración.

—¡Sois los guerreros más poderosos de entre los thyrianos! —exclamó con una mezcla de asombro y reconocimiento.

D. Niall lo miró de reojo, con una leve sonrisa.

—Tal vez lo seamos, con el tiempo y la experiencia, pero no subestimo el valor de los Herthyr. Vosotros os lanzáis al combate con la furia de lobos, mientras nosotros… —dijo, sin terminar la frase, con una ligera ironía en la voz.

Kallas reflexionó sobre las palabras del caballero, sintiendo cómo un peso caía sobre él. Su propia osadía en la batalla contra los Malhadoths casi lo había llevado a la muerte.

—Cuando llega la batalla, no pensamos. Somos pura furia. Luchamos como bestias, mordemos, tajamos, arrancamos carne. No hay espacio para la razón. Y gracias a los Dewafi, sabemos organizar esa rabia. Nos enseñan las maniobras que hacen los Caballeros. Pero no cambiaría nuestra libertad por vuestros poderes. Los Herthyr somos libres de luchar donde queramos, atados solo por nuestra palabra, nada más.

D. Niall meditó aquellas palabras como un herrero estudia el metal al rojo. Sus siguientes palabras surgieron templadas por la reflexión:

—Has de saber, hermano de batalla, que los Edin como yo hemos elegido un camino similar. Servimos a Thyr por nuestra propia voluntad, libres de las cadenas de la jerarquía y del mismo Magister —hizo una pausa, viendo la confusión danzar en los ojos de Kallas—. Incluso ahora, mi compromiso con D. Ulfvairn termina al cruzar estas puertas. Mi espada busca nuevos horizontes, aunque… —sus ojos brillaron con ambición contenida— no despreciaría que reconociera mi valía y me elevara de Escudero Acólito a Guardián.

Las palabras quedaron en el aire, mientras se acercaban a las puertas donde Don Ulfvairn y el Herthyr a caballo esperaban.

D. Ulfvairn informó que habían acordado instalar a los supervivientes del Clan de los Aveneros en el campamento Thyfaw. Y que se iba a convocar una asamblea de urgencia para decidir su destino, y mientras tanto, los hombres bajo su mando montarían su puesto de intercambio de monedas en la explanada del Templo.

Un grupo de jóvenes, apenas adolescentes, se acercó con rústicos instrumentos, rodeando a los guerreros y entonando una canción. Sin remedio, los empujaban en dirección a la Posada del Viajero. D. Niall miró a Kallas, quien era arrastrado junto con los demás, su mente dividida entre la camaradería de aquellos que conocía de su barrio y la preocupación por su amigo Lade, herido de muerte en una de las carretas.


D. Almalux de Thyrken tiró de las riendas de su caballo con rudeza, apartando a los jóvenes que intentaban rodearlo.

—¡Por Thyr! ¡Un Caballero mira siempre primero por servir, antes que servirse a sí mismo! ¡Soltad las riendas, muchachos! —rugió, indignado al ver a D. Niall marcharse alegremente con los Herthyr—. ¡Nada puede apartar a un Caballero de Thyr de su deber!

Gwyneth, la Herthyr que cabalgaba junto a él, le lanzó una sonrisa divertida mientras dejaba que un muchacho tirara de las riendas de su caballo, guiándola hacia el prometido brebaje que tanto se anunciaba en la canción de taberna. Kallas, olvidándose de todo lo demás, se aproximó a ella con una chispa de camaradería en los ojos, ansioso por unirse a la celebración. Mientras tanto, D. Niall, con un movimiento firme, retomó las riendas de su propio caballo, provocando que D. Almalux alzara una ceja, esperanzado en que su compañero recapacitara y recordara las virtudes de un verdadero Caballero.

Sin embargo, antes de que el grupo de Herthyr se alejara demasiado, fue D. Ulfvairn quien decidió intervenir, su rostro endurecido por la desaprobación.

—¡Parece que el incipiente Caballero D. Niall ha olvidado su misión y su honor, como si fuera un Herthyr que vende su espada al mejor postor! —exclamó, con voz malhumorada que resonó en la calle—. ¿Es que acaso ha perdido de vista la Regla que rige a todo Caballero o, lo que aún es más grave, el Código de Honor que nos diferencia de cualquier otro thyriano? ¿O ha decidido acaso colgar su sobrevesta y dedicarse a vagar como un Herthyr, sin más propósito que la próxima paga? Un verdadero caballero no necesita que yo le recuerde que en tiempos como este, manos leales son necesarias para asistir a los heridos y para cumplir con el cometido que me ha traído aquí junto a mis leales Aspirantes. Habrá tiempo para beber, reír y contar historias… una vez hayamos servido a quienes dependen de nosotros.

Las palabras de D. Ulfvairn se desvanecieron en el aire cuando el grupo de jóvenes y mercenarios dobló la esquina de la calle del Templo, donde la Posada presidía imponente sobre la entrada. Sin embargo, aún quedaba una figura inmóvil como una gárgola, anclada en medio de la calle y mirando con seriedad al veterano caballero. Era D. Niall, quien, ante la férrea reprimenda, quedó petrificado, dudando entre el impulso de retirarse a la diversión prometida o el deber implacable que sus compañeros le acababan de recordar. Por un instante, los ecos de sus propias promesas parecían pesarle, devolviéndole al caballero la indecisión entre el honor y la tentación.

No supo cómo había ocurrido, pero allí estaba, a mitad de camino entre la Posada y el deber al que lo ataba su Código de Caballería. La inquebrantable voluntad que tanto valoraba se había quebrantado, seducida por las promesas de aquella canción, que sonaba con un ritmo hipnótico, como si le llamara desde la propia Thyr. Se preguntó entonces si los rumores acerca de los famosos Enhedum y sus cánticos hechiceros eran ciertos, aquellos capaces de arrastrar a los hombres tanto a la más feroz de las batallas como a los más cálidos abrazos; o si, en realidad, había sido traicionado por su juventud e inexperiencia. Fuera como fuese, le faltaban palabras —y excusas— dignas para enfrentar a su superior en la Orden.

Sin embargo, algo debía decir, así que desmontó de su caballo con dignidad, tomó las riendas en su mano y se arrodilló ante D. Ulfvairn, quien lo miraba expectante desde lo alto de su montura.

—¡Será un honor, servir en lo que juzgue más conveniente! —exclamó, en voz clara, asegurándose de que todos los presentes oyeran su confesión—. Reconozco humildemente mi debilidad al dejarme tentar por la holganza y el desenfreno, olvidando el Servicio, la disciplina de la subordinación y el espíritu de sacrificio que nuestra Orden encarna. Y, con este reconocimiento, me someto a cualquier penitencia que se me imponga, decidido a redimirme de lo que iba a hacer… y no hice.

Luego, alzó ligeramente la mirada hacia D. Almalux y añadió, con un tono más suave:

—Por esto mismo, ruego a mi compañero de armas D. Almalux que acepte mis disculpas, si creyó en algún momento que abandonaba las buenas reglas y costumbres de nuestra Orden, pues aquí me hallo, humillando mi persona para todo lo que se tenga a bien.

El aire pareció espesarse mientras D. Ulfvairn mantenía la mirada fija en el joven caballero. Todos los presentes contenían el aliento, esperando la reacción de su superior. Sin embargo, la dureza en los ojos de Ulfvairn cedió a una expresión inesperadamente tierna y comprensiva.

—¡Levántese, D. Niall! —exclamó al fin, su voz más suave—. Todos hemos sido presas de las tentaciones de los alegres Enhedum en algún momento. Su humillación y reconocimiento público le honran, joven caballero, y ninguna otra pena sería más adecuada para un acto que no llegó a cometerse.

Dirigió entonces una mirada firme hacia D. Almalux.

—No creo, D. Almalux, que haya algo que deba perdonarse, pues no ha existido ofensa donde no hubo acto. —Luego, suavizando de nuevo el tono, añadió—. Ahora bien, dispónganse ambos a llevar a los heridos al Templo para que los Ensis puedan asistirlos. Y guiad a los Aveneros hacia el campamento Thyfaw, donde habrán de establecerse por un tiempo. Nosotros aún tenemos responsabilidades con el oro de la Orden… y con el propio Eiwafi, cuya llegada espero con impaciencia.

Dicho esto, D. Niall y D. Almalux se apartaron con paso firme hacia la caravana de los Aveneros, sus figuras disipándose en la distancia mientras D. Ulfvairn observaba con un leve asentimiento de aprobación.

Era día de Lingan, y la mañana había avanzado lo suficiente para que la explanada del Templo ya estuviera ocupada por los puestos ambulantes que llegaban de los rincones más apartados de Thyrkur. Consciente de que su presencia era requerida, D. Ulfvairn no esperó más al Eiwafi y, tras dirigir a sus hombres, se encaminó hacia el bullicioso centro de la actividad.


La explanada del Templo era un hervidero de voces y rostros, un mar de colores y fragancias que normalmente no se veía en aquella modesta población. Quesos curados, frutas recién recolectadas, carnes de caza, pescados traídos desde aguas lejanas, rollos de telas finamente tejidas, cacharros de barro, un Forhamar ambulante y, destacándose entre los puestos, el llamado de un Trokon robusto que proclamaba la calidad de su hidromiel hecha con las aguas más puras del río, sin importar demasiado si el origen era tan místico como afirmaba. Entre el ir y venir del gentío, la figura del Eiwafi Bithung sobresalía junto a uno de sus Dewafis, el noble Strandmon, quienes parecían inmersos en una conversación con una buhonera recién llegada, ocupando el sitio que normalmente se reservaba para la carreta de los Caballeros del Puesto del Sur.

—No creo que a esos caballeros de los que me habláis les importe mucho que haya ocupado el único sitio que quedaba —dijo la buhonera con una voz sorprendentemente dulce, su tono seductor flotando en el aire como un perfume embriagador—. Tal vez ellos podrían instalarse cerca de la Posada, donde apenas hay un par de puestos —sugirió, con una leve sonrisa.


Bithung la observaba de arriba abajo, atrapado como si un hechizo lo envolviera. Su porte alto y enigmático, su cabello de azabache recogido con lazos de lavanda y flores secas, y aquel escote que, aunque discreto, despertaba una curiosidad inesperada en el curtido Eiwafi. Su blusa blanca, apenas sujeta por un corpiño oscuro, parecía un susurro de pureza entre las sombras de sus faldones oscuros, una prenda que no parecía haber conocido ni el trabajo ni el sudor.


—Supongo que eso lo deberá decidir el Caballero, pero no puedo dejaros aquí sin saber quién sois ni de dónde habéis venido; nunca os hemos visto en la Secuoya —dijo Bithung, sus palabras algo entrecortadas, como si resistiera a un magnetismo que no lograba comprender.


—Si ese es el único obstáculo, entonces dejad que este dulce, que yo misma he hecho, os endulce también mi historia —respondió ella, regalándole un pequeño pastel de miel que el Eiwafi no pudo rechazar. Su voz sedosa y embriagadora destilaba un encanto que parecía disolver las barreras de la cautela—. Me llamo Bruela, y vengo del sur. Mis padres fueron asesinados por las mismas bestias que os acechan. Sobreviví gracias a las Simug, que habitan libres, los oscuros bosques del sur, donde ningún thyriano se atreve a morar. De ellas aprendí mis artes y he traído, con humildad, mis ofrendas a esta población —concluyó con una mezcla de sensualidad y misterio en su tono.

Bithung, cautivo de sus propios impulsos, se sentía casi desnudo bajo la luz de su mirada. Deseaba a esa mujer de una forma tan feroz que apenas reconocía sus propios pensamientos. Su férrea voluntad, templada en años de servicio, luchaba por emerger de aquel oleaje de deseo, por recuperar una compostura que se desvanecía a cada latido.


—Señor… os veo ruboroso, y quizás algo acalorado… —dijo Bruela con voz melosa, haciendo que el Eiwafi levantara la mirada hacia el escote que ella insinuaba, oprimiendo los labios en un gesto que parecía de dolorosa tentación—. Habéis de saber, noble hombre, que una mujer como yo, en su vida de libertad, no ha conocido varón alguno, y veros aquí despierta en mí un rubor hasta ahora desconocido. ¡Os pido que seáis discreto, si es que compartís lo que mi corazón ahora siente! —le susurró, con una cadencia que erizaba el aire.


Bithung se encontró titubeando, sus pensamientos fragmentados como vidrios rotos.


—Hasta ahora tampoco he conocido a una mujer, pues me reservo para el día de la Polinización del nuevo ciclo y del nuevo sol —respondió, rascándose la cabeza mientras recuperaba una pizca de su compostura—. ¡Por los dioses, Nisharu, ruego me disculpéis! Me llamo Bithung, y soy el Eiwafi de La Secuoya, la misma que pisáis. Hago justicia en nombre de la Asamblea, y os aseguro que hoy es uno de esos días. Pero, ahora que lo pienso… —dijo, sus ojos encendiéndose con una chispa de perspicacia—. Habéis dado por hecho que unas bestias nos acechan, cuando nada os he mencionado. ¿Qué saber oscuro o sortilegio os ha traído hasta aquí? —su tono volvió a la firmeza, como buscando en la mujer alguna respuesta oculta.


Bruela sonrió con la inocencia de un depredador disfrazado de cordero, y, girando sobre sí misma, sus faldas volaron mientras tomaba un objeto de su carreta.


—Como he dicho, he recorrido la calzada del sur durante jornadas. Los rumores corren como el viento entre las gentes del camino, quienes hablaban de movimientos inusuales de hombres y mujeres: unos huyendo, otros buscando batirse en el Bosque Alegre. Sé que la madrugada trajo terror para muchos de los vuestros, y por eso he traído la salvación. Este, noble Bithung, es el Silbato Mágico del Búho Ululante —dijo, mostrando un objeto de apariencia extraña y arcana—. Fue forjado en ritos ancestrales, y su llamado espantará a los Malhadoths de vuestro lado. Puedo proveeros de algunos para vuestros guerreros, aunque solo dispongo de pocos. También traigo pociones y otros amuletos intercambiados por las tierras que he cruzado —explicó, moviéndose con tal delicadeza y sutileza que parecía danzar ante el Eiwafi—. ¿Sería digno de concedérseme este sitio tan privilegiado para ofrecer mis dones?


En ese momento, D. Ulfvairn apareció en la escena, su expresión dejaba entrever que había escuchado lo suficiente, mientras su caballo y la carreta avanzaban lentamente, abriéndose paso entre la muchedumbre. La mirada del caballero era una mezcla de interés y suspicacia, como si entendiera el juego en marcha.

De haber llegado aquel encuentro apenas unas horas más tarde, D. Ulfvairn habría podido esclarecer del todo las intenciones de aquella mujer que, de algún modo, le erizaba la piel. Bruela destilaba un encanto enigmático, y sus efectos sobre el incauto Eiwafi Bithung eran inquietantes. Sin embargo, apenas había recuperado la mínima reserva de energía espiritual, la justa para comprobar si los silbatos de la buhonera albergaban algún poder, tal y como ella aseguraba.

Con un rápido pase de su mano y un murmullo gutural apenas audible, invocó el pequeño milagro directamente al dios Thyr. A sus ojos, los silbatos emitieron un débil resplandor, y no solo ellos: varios de los objetos en el puesto de Bruela, incluso sus manos y labios, brillaban con aquella tenue luz que revelaba el paso de la magia. La sencilla invocación no le ofrecía mayores respuestas; aún así, D. Ulfvairn notaba la extenuación que calaba en sus huesos tras agotar su espíritu en la reciente batalla, cuando desató el poder que diezmó a gran parte de la horda de Malhadoths, protegiendo a los pocos Aveneros que aún respiraban.

—Estos silbatos destilan magia, al igual que vuestras palabras se empapan de encantos que ciegan vuestro juicio —espetó a Bithung, sus ojos de acero apenas dignándose a mirar a la buhonera—. ¡Podríamos estar plantados ante las puertas de vuestro poblado hasta que el sol se desangre en el horizonte, mientras vos os perdéis en escotes y faldas!

El rostro de Bithung se encendió como hierro al rojo, las palabras muriendo en su garganta. El Caballero, aprovechando ese momento de debilidad, se giró hacia la buhonera con el desprecio grabado en cada músculo de su rostro.

—¡Caballero Maestro Forjador Don Ulfvairn de Magister, a vuestro servicio! —se presentó con una reverencia tan medida como burlona—. Jamás os crucé en los caminos del sur que tanto frecuento, aunque he oído hablar de cierta buhonera que recoge las crías malditas nacidas de la unión de las bestias de Ilumaiya con nuestras mujeres. ¿Conocéis a semejante criatura? Pues de existir tal mujer, sus actos escupen sobre los mandatos sagrados de nuestro dios, y pronto conocería el peso de la justicia.


El encanto que envolvía a Bruela se quebró como hielo fino. Sus ojos, ahora afilados como dagas, se clavaron en un frasco de cristal que alzó ante el Caballero.


—Si así fuera, yo misma vertería esta poción en su garganta para que durmiera el sueño eterno y pudiera entregarla a la Orden —declaró, sus dedos dibujando símbolos en el aire, evitando el nombre de Thyr como si éste le quemara la lengua.

El Caballero, no esperaba esa respuesta tan contundente, pues ningún thyriano que se preciara podría mentir con tanto descaró, por lo que se inclinó ante ella con estudiada brusquedad y volvió su atención a Bithung, que aún se ahogaba en su propia vergüenza.

—¡No os inquietéis por el sitio que ocuparé en esta explanada! —su voz cortaba como acero candente—. Me estableceré donde ella señaló, pues los forasteros parecen mostrar más sensatez que los propios. En cuanto al terror que acechaba desde el norte, Thyr nos concedió la victoria. Vi a los supervivientes huir hacia las montañas como ratas ante la ira de nuestro dios. ¡Continuad con vuestros… asuntos, buen señor! —concluyó, cada palabra destilando el veneno de su indignación mientras se perdía entre la multitud.

Bithung, sacudido por el desdén en la mirada del Caballero, sintió cómo el hechizo que aquella mujer ejercía sobre él se disipaba poco a poco, como niebla ante el primer destello de la mañana. Con el corazón latiendo frenético, experimentó una mezcla de vulnerabilidad y asombro que jamás había conocido, como si algo dentro de él se agitara en vuelo. Era un torbellino de emociones; el rostro de Bruela —divino y tentador— aún flotaba en su mente, nublando cualquier intento de sensatez y llamándolo de vuelta a ella, aunque la responsabilidad lo tironeaba en otra dirección.

—Parece que esos silbatos tienen, en efecto, un toque de magia —comenzó, esforzándose por recuperar su compostura—. Pero por ahora, como podéis ver, otros asuntos reclaman mi atención. Vendedlos a quien guste; mis guerreros no necesitan tales encantos. Sin embargo, si volviera a veros antes de que acabe la jornada y os queda alguno, sin duda adquiriré unos cuantos para los Herthyr, que siempre aprecian lo mejor que puedan llevar.
Dicho esto, giró sobre sus talones en dirección al Caballero, quien había establecido su carreta al pie de la salida de los Establos Comunitarios, cerca del Templo y junto a los bulliciosos puestos de comida y bebida de la Posada del Viajero.
—¡Os guardaré el mejor de mis besos, dulce Bithung! —entona Bruela, enviándole un beso al aire, la sonrisa enigmática iluminando sus labios mientras sus ojos lo seguían como una promesa no dicha.
Cuando Bithung llegó a la altura de la carreta de Don Ulfvairn, encontró al Caballero ocupándose sin demora en sus negocios, dando instrucciones a los Aspirantes que le habían acompañado, mientras, estos, contabilizaban las monedas a cambio de los bienes esenciales que tenían marcados. La gente se arremolinaba, con las cosas tenían, ansiosa por conseguir las preciadas monedas del Magister. Bithung tuvo que abrirse paso entre la multitud, y antes de que pudiera llegar a la altura del Caballero, este le lanzó una mirada mordaz.


—¡Llegáis en mal momento, jefe Bithung! —exclamó Don Ulfvairn con una pizca de ironía—. Las monedas no esperan, y esta gente menos.
—Cierto es, noble caballero del Puesto del Sur —concedió Bithung, mirando en dirección a los Aspirantes—, pero veo que vuestros muchachos se manejan bien con el cofre. Ahora que os habéis instalado, propongo que hablemos de nuestros asuntos en aquellos bancos de madera junto al puesto de comida, con una buena jarra de la divina Savia de La Secuoya como compañía. Desde allí podréis vigilar vuestros negocios —añadió Bithung, casi a modo de disculpa.
—Aceptaré gustoso, si a esa jarra le añadís pan de Bitru, carnes de Kukudicos y salmón de Rakkestad, con algún trozo de los famosos quesos de Gruyer —respondió Don Ulfvairn con una sonrisa que denotaba su apetito y recordando aquella canción tan pegadiza con la que le habían recibido a la población—. El camino ha sido largo, y no hemos probado bocado desde el combate con esas endemoniadas bestias.
No pasó mucho tiempo antes de que ambos se instalaran en el banco más cercano, con la carreta a la vista, rodeados del bullicio del mercado improvisado. La mesa estaba rebosante de los manjares solicitados, e incluso algunos más, mientras las jarras de Savia tintineaban entre sus manos y las primeras palabras de la conversación comenzaban a fluir.
—¡Una maldita catástrofe! —rugió D. Ulfvairn, sus ojos ardiendo con la furia de mil batallas—. Esos demonios, apenas nos permitieron salvar a tres familias de la masacre. Todo lo que pudieron rescatar fueron unas pocas pertenencias arrojadas a sus carretas mientras huían. Te lo digo, Bithung, estas gentes merecen refugio en La Secuoya, una vida digna, no la servidumbre que sufren los Mabzar.

Bithung se irguió en su asiento, su rostro curtido ensombrecido por la preocupación. El peso de los acontecimientos parecía doblar sus anchos hombros mientras hablaba:

—Por todos los infiernos, qué día más negro —gruñó, pasándose una mano callosa por el rostro—. La Secuoya siempre ha sido un bastión de paz, salvo por el asunto de la joven Munferna y aquellos malditos ogros. Pero esta madrugada… —su voz se tornó grave— encontré a nuestra Madre Ensi inconsciente en el Templo, atormentada por visiones. Las bestias que enfrentaste no actuaron solas; una conspiración más oscura se tejía en las sombras. Los Subus al sur fueron los primeros en caer, y luego el Bosque Alegre, donde la mujer de nuestro gran Shirru, Vallhorn, esperaba dar a luz.
Se detuvo un momento, sus dedos tamborileando sobre la empuñadura de su daga antes de continuar:
—He tenido que desterrar a dos de mis Dewafis, serpientes traicioneras que servían mejor a mi padre Taranu que a la verdad. Y ahora tendré que enfrentarme a la Asamblea para que acoja a estos Aveneros que han perdido hasta su propia sombra —sus ojos se clavaron en el caballero con determinación férrea—. Pero te doy mi palabra, por todos los demonios antiguos y nuestro gran dios Thyr, que serán bien atendidos. El Campamento Thyfaw les servirá de refugio, y los campos abandonados por la familia de Munferna volverán a dar fruto bajo sus manos. Incluso los Gidu a medio construir cobrarán vida nueva.

Bithung se inclinó hacia adelante, la curiosidad brillando en sus ojos junto con una admiración forjada en años de respeto:
—Ahora, viejo amigo, cuéntame qué demonios ocurrió realmente allí. Me conoces desde que me trajeron de Thykar cuando era un mocoso que berreaba a las faldas de mi madrastra, y siempre he admirado cómo los Caballeros os enfrentáis al destino, caminando ese fino filo entre la fe y el acero.

Don Ulfvairn meditó por un momento, su ceño fruncido mientras absorbía la gravedad de las palabras de Bithung. El vaivén de las camareras reponiendo las mesas, el eco del contaste murmullo del mercadillo llenaban el aire del ambiente, un contraste con la tensión creciente que se asentaba entre ellos. Levantó la mirada, sus ojos brillando con la luz de quien ha atado los hilos de un oscuro entramado, pues desconocía el hecho de que los Malhadoths hubieran atacado al sur de las tierras de La Secuoya.
—Ahora entiendo muchas cosas, joven Eiwafi —dijo con voz firme, su tono grave como el golpe de un martillo sobre el yunque—. Hace tres jornadas, al arribar a La Paulonia, mis Aspirantes, junto al caballero Edin y un novicio de nuestra orden, Don Niall de Magister, hallaron un campamento improvisado de Herthyr. Venían de la distante Thyrken, y entre ellos destacaba Don Almalux, un noble caballero cuyo nombre resuena con honra en nuestras tierras. Nos relataron que habían seguido el rastro de una manada de Malhadoths que, atravesando los pasos de Ilumaiya, evitaban toda confrontación. Bestias astutas, que parecían responder a un oscuro designio mientras huían hacia el sur.
Hizo una pausa, su mano enguantada tamborileando sobre la mesa de madera tosca, mientras se terminaba un trozo de jugosa carne curada.
—Aquellas criaturas no solo mostraban una inteligencia malsana, sino que operaban con una coordinación que jamás había presenciado en otros engendros. El rastro se perdió cerca del río Paulonia, y los Herthyr creyeron que la manada había cruzado hacia las tierras bajas. Cuando supieron de nuestra misión al sur, varios de ellos se unieron a nosotros, ansiosos de redimir su aparente fracaso. Pero el precio de su valentía fue alto. Muchos cayeron en las primeras emboscadas, luchando con la gloria que solo los Herthyr pueden reclamar.
Bithung mantuvo la mirada fija en Don Ulfvairn, sus palabras impregnadas de la seriedad de un guerrero joven, pero curtido por los recientes acontecimientos.
—Con lo que nos reveló nuestra Madre Ensi, llegamos a la misma conclusión —dijo, su voz baja pero firme—. Según sus visiones, había dos hembras liderando esas hordas funestas, una en el norte y otra en el sur. La del sur fue herida por los Subus, aunque pagaron un alto tributo de sangre por ello. Tengo entendido que llegaron de madrugada a nuestras puertas —agregó, con un leve gesto hacia las sombras cercanas—. En cuanto a la del norte, la conexión con ella se desvaneció tras un fenómeno de luz que, si no me equivoco, provino de vos y vuestra improvisada compañía de caballeros y guerreros.
Don Ulfvairn inclinó ligeramente la cabeza, su expresión suavizándose mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Por fin, piezas sueltas del intrincado puzle empezaban a encajar. Dio gracias en silencio al dios que velaba por su destino, consciente de lo oportuna que había sido la intervención de su grupo para cambiar el curso de los acontecimientos.
—Parece, joven Eiwafi, que las hebras del destino se han tejido con precisión en esta ocasión —musitó, más para sí mismo que para su interlocutor.
No acababa de concluir Don Ulfvairn su relato, cuando un hombre de porte imponente y semblante jovial, enmarcado por una barba espesa como el bosque mismo, se aproximó a la mesa. Sus mangas, recogidas hasta los codos, dejaban ver unos antebrazos gruesos, curtidos por años de trabajo y lucha. Con un movimiento seguro, depositó varias jarras espumosas de la afamada Savia de La Secuoya y se sentó sin ceremonia.
Ambos sonrieron al reconocer al veterano Ingvar, dueño y fundador de la Posada del Viajero, y uno de los pilares sobre los que se había erigido La Secuoya.

—¡Ah, mis nobles amigos! —exclamó con una voz potente y llena de calidez—. Parece que hoy mi hogar será testigo de una historia digna de la posteridad. Desde ahora, todo cuanto se coma y beba en esta mesa corre de mi cuenta. Solo os pido un favor: que saciéis la sed de mi alma con la narración de vuestra gesta.

Sin esperar respuesta, Ingvar rellenó las jarras con destreza, derramando apenas unas gotas de aquel brebaje dorado. Su sonrisa era la de un hombre que sabía exactamente cómo ganarse el favor de sus huéspedes.

Don Ulfvairn, que compartía una profunda camaradería con el posadero, alzó su jarra en señal de gratitud. Conocía bien aquel espíritu inquieto que, pese a haber sido amarrado por las responsabilidades del negocio, seguía añorando los días de aventura y descubrimiento. Ingvar, con más de setecientas Polanizaciones a cuestas, vivía a través de las historias de quienes aún recorrían los caminos que él había abandonado hacía ya tanto tiempo.

Para Bithung, Ingvar representaba algo más que un simple posadero. Desde niño, el joven Eiwafi había encontrado refugio y consuelo en la calidez de aquella posada, donde las llamas del hogar iluminaban las tardes de invierno y las palabras de Ingvar tejían relatos que alimentaban la imaginación de toda una generación. Allí, al calor de la chimenea, muchos chavales escuchaban embelesados mientras el veterano les obsequiaba con dulces y brebajes que solo él podía proporcionar.

Ingvar se recostó en su asiento, con los ojos brillando de anticipación.

—Hablad, os lo ruego. Contadnos cómo fue que enfrentasteis a las bestias y salvasteis a nuestro pueblo de su oscura amenaza. Hoy, la Savia será más dulce con vuestras palabras.

—Hacía horas que habíamos dejado atrás el Kisib banda del Clan de los Aveneros —aquellos asentamientos fijos que los Clanes abandonan tras el invierno para buscar campos donde recolectar las preciadas cosechas—. El sol acababa de hundirse en el horizonte como una gema ensangrentada, y sabíamos que el campamento nómada de aquellos recolectores no podía estar lejos, pues los campos mostraban señales de una siega reciente. Habíamos acordado pasar la noche con ellos, pues como todos los campamentos nómadas, eran célebres por su hospitalidad hacia los forasteros. Descansando allí, alcanzaríamos La Secuoya en media jornada a lo sumo, justo para el mercadillo de los Lingan —como aún llaman al quinto día de la semana en estas tierras del sur—.

Fue entonces cuando un explorador Herthyr, con el rostro tenso por la preocupación, nos alertó sobre unas huellas que se adentraban en las colinas, apartándose del camino hacia el sur. Se decidió formar un grupo numeroso para seguir el rastro, mientras el resto continuábamos la marcha. Quedaron con nosotros cuatro Herthyr y el caballero D. Almalux —siete guerreros en total, sin contar a mis dos Aspirantes, cuya única misión era atender el carro del oro—.

Avanzamos un largo trecho bajo un silencio cada vez más opresivo, sin recibir noticia alguna. Ningún guerrero regresó para informar, pero no podíamos hacer otra cosa que seguir adelante, mientras las sombras se alargaban y el miedo crecía en nuestros corazones, temiendo que hubieran caído en otra de las muchas celadas que aquellas astutas y endemoniadas bestias nos tendían.

La luna ya reinaba en su cenit como un ojo pálido y vigilante, y los caballos mostraban signos de fatiga, resoplando pesadamente en la noche, pero algo —un instinto primitivo y ancestral— me impulsaba a continuar. Al coronar un remonte, vislumbramos en el horizonte la silueta de una suave colina iluminada por numerosos fuegos que danzaban como luciérnagas diabólicas en la oscuridad. Al verlo, se me erizó ese sentido que, a muchos, nos advierte del peligro. Vi con claridad en mi ser a los malditos Malhadoths —algo me gritaba que estaban allí, en aquella colina donde sin duda acampaban los indefensos Aveneros—.

Sin vacilar, ordené a todos que me siguieran, excepto a los bisoños Aspirantes, que nada podrían hacer salvo refugiarse en el carro. La oscuridad y el frenesí de la masacre que perpetraban aquellas bestias nos permitieron sorprenderlas. Abatimos sin esfuerzo a las primeras que, avanzando en nuestra misma dirección, no vieron caer lanza ni espada —sus cuerpos se desplomaron en la oscuridad con gruñidos ahogados—.

Nos adentramos en aquella marea de monstruos que arrancaban cuerpos de thyrianos de sus tiendas como quien extrae muñecos de trapo de una caja de juguetes. El aire se llenó con el hedor metálico de la sangre y los alaridos de terror. A veces veíamos cuerpos enteros colgar de sus sangrientas mandíbulas, zarandeándolos de un lado a otro hasta que los desmembraban con un crujido nauseabundo; otras veces contemplábamos, horrorizados, cómo las bestias se agrupaban cual lobos hambrientos, arrancando brazos, piernas y otras partes de cuerpos inertes que ya no podían oponer resistencia ante tal furia bestial.

Mientras tanto, nuestras armas caían una y otra vez sobre ellos con la regularidad implacable de un martillo de herrero. Nuestros caballos, convertidos en armas vivientes, revoleaban alrededor de las bestias, lanzándolas en todas direcciones mientras nosotros descargábamos maza, martillo, espada y lanza en una danza mortífera. El acero cantaba su canción de muerte en la noche, y la sangre de las bestias salpicaba nuestras armaduras como una lluvia oscura.

Las tiendas ardían, derrumbándose bajo la presión de aquella horda infernal de bestias, criaturas salidas del mismo plano de donde vino el dragón Mushussu —aquel que fue derrotado por el sacrificio de nuestro buen dios Thyr—. El suelo se había convertido en un tapiz macabro de sangre y miembros cercenados; pocas bestias habían caído por manos de aquellos pobres nómadas que solo sabían recoger lo que buenamente daba la tierra bajo el sol.

De repente, bajo aquella marea de muerte y destrucción, vislumbramos un destello de esperanza: alguien luchaba en mitad del campamento con fiereza sobrehumana. ¿Serían los Herthyr que habíamos perdido? ¿Un grupo de supervivientes que se habían hecho fuertes? Sin dudarlo, nos lanzamos hacia la misma muerte, hacia las fauces de la horda, de la masacre. Los Malhadoths se contaban por cientos —sus cuerpos se apiñaban como un mar viviente de colmillos y garras—, apenas se podía pasar entre ellos y cuando caía uno, dos más alzaban sus cabezas para degollar a nuestras monturas con sus fauces babeantes.

Bajo sus mandíbulas cayeron los dos primeros Herthyr que nos acompañaban —sus gritos se ahogaron en la noche mientras eran devorados vivos—. Nada pudimos hacer. Gwynet, la Herthyr que llegó con nosotros a La Secuoya, disparaba frenética sus flechas por doquier, cada proyectil encontrando su marca letal en los ojos de las bestias, atravesando sus malditos cerebros con precisión sobrenatural. ¡Nunca vi semejante destreza con el arco a caballo, parecía sin duda una verdadera Shakti! —exclamé—.

Don Almalux, a pesar de su inexperiencia, se había transformado en un verdadero demonio con la espada —el acero silbaba en el aire nocturno mientras la movía sin cesar de un lado a otro de su montura—, mientras empujaba con su caballo a las bestias que osaban oponerse, aplastándolas bajo los cascos de su montura. Mi martillo volaba como un meteoro de muerte, lanzando bestias por los aires con huesos pulverizados, y mi brazo lo guiaba como si de un mortal baile enloquecido se tratara, cada golpe resonando como un trueno en la noche sangrienta.

Otro de los Herthyr, cuyo nombre se perdería para siempre en aquella noche de horror, cayó a mi lado con un grito estrangulado, mientras una bestia saltaba directa hacia mi flanco desprotegido. En ese instante crítico, pude invocar un rezo y mascullar la palabra sagrada: «¡Reflexión!» Al colocar mi escudo entre la bestia y mi cuerpo, esta salió despedida como una flecha hacia sus congéneres, arrollando a varios que no volverían a levantarse gracias a aquel impacto devastador.
D. Niall se defendía con una bravura nacida de la desesperación. Parecía haber invocado poderes ancestrales, pues los mortales mordiscos resbalaban sobre su armadura sin dañarle, al igual que no herían a su montura. Incluso el veneno que escupían las bestias parecía evaporarse antes de alcanzar su cuerpo, como si una fuerza divina lo protegiera. Éramos solo cuatro jinetes en mitad de aquel infierno desatado: D. Niall, D. Almalux, la imparable Herthyr del arco —cuyo carcaj parecía inagotable— y yo, rodeados por una marea interminable de bestias sedientas de sangre.
Ya casi alcanzábamos a los valientes que luchaban ante nosotros cuando pude distinguir a la bestia que parecía dirigir aquella masacre —sus ojos ardían con una inteligencia maligna mientras observaba fijamente a uno de los guerreros que aún resistían su embate—. Este era Lade, el Herthyr moribundo que después rescataríamos de las fauces de la muerte para ponerlo bajo los cuidados de los buenos Ensis del Templo.
Aquel valiente Herthyr luchaba como un poseso junto a su hermano de armas, Kallas, quien blandía su martillo como si fuera la misma guadaña de la muerte, segando vidas de bestias como si fueran espigas maduras del verano. Las cabezas de los Malhadoths reventaban bajo cada golpe de su arma con explosiones de sangre y sesos, y nada parecía capaz de detener semejante ímpetu destructor.
Pero Lade había descubierto a la bestia que orquestaba el ataque y, en un acto de valentía suicida, arrojó su lanza —aquella misma con la que había ensartado sin descanso a cada criatura que osó cruzarse en su camino—. Por un pelo, el arma fue esquivada por la sibilina bestia, que chasqueó su lengua viperina para ordenar la masacre final de aquellos guerreros. Lade desapareció de mi vista, tragado por la marea de monstruos, y la furia inundó mi alma haciendo desatar el rezo que nunca pedimos.

Toda la energía de mi ser se fundió con mi gran martillo, que se elevó sin peso hacia el cielo estrellado como una vela arrastrada por un vendaval divino. La luz sagrada lo inundó todo y el tiempo pareció detenerse en ese instante eterno. Una onda de luz cegadora, pura y divina, explotó desde mi martillo en todas direcciones —como si el propio martillo de Thyr hubiera descendido de los cielos para golpear la tierra—. Un estruendo ensordecedor sacudió la noche, acompañado de una luz tan brillante que parecía convertir la oscuridad en día. Olas de energía divina, cual mar embravecido, arrasaron con el enemigo, elevando sus cuerpos por los aires como motas de polvo en una tormenta, mientras los golpeaba sin piedad contra el suelo y todo aquello que estaba sujeto a la tierra. Al mismo tiempo, los thyrianos eran bañados por aquella luz purificadora que los protegía de todo mal.

Cuando el resplandor se desvaneció, solo quedaban thyrianos en pie, mientras las pocas bestias que habían escapado de la luz sagrada se perdían en la oscuridad, huyendo quizás hacia las montañas como sombras malditas. Mi cuerpo, agotado por el poder divino que había canalizado, no pudo más y caí desmayado durante unos momentos que parecieron eternos.
Al recuperar el sentido, me encontré con los Herthyr supervivientes pidiendo ayuda desesperadamente para buscar a quienes hubieran podido sobrevivir a la masacre. Poco encontramos más allá de las tres familias que escoltábamos y algún afortunado Avenero que se había unido a ellas para venir con nosotros.
Pero habéis de saber, amigos —concluyó con voz grave mientras sus interlocutores escuchaban con asombro—, que jamás encontramos a la maldita líder de aquellas bestias. Y aunque Gwynet, la arquera Herthyr que sobrevivió a sus compañeros, rastreó durante largo tiempo aquellas colinas teñidas de sangre, solo nos quedaron sospechas de que huyeron precisamente hacia las montañas que resguardan La Secuoya por el lado norte del río, donde quizás aguardan, planeando su próxima masacre.


El corpulento Ingvar había rellenado las jarras por segunda vez. La Savia empezaba a cobrar su precio, y Bithung, el joven Eiwafi, parecía perdido en sus pensamientos. Pero no estaba tan ausente como aparentaba; las líneas de una canción se entretejían en la mente del posadero, quien captaba cada detalle del relato con mirada astuta.

De repente, Bithung golpeó la mesa con una fuerza inesperada, haciendo saltar el eco por toda la estancia. Las jarras temblaron, y hasta el veterano Ingvar se detuvo, parpadeando ante la súbita interrupción.

—¡Basta de divagaciones! —rugió Bithung, su voz cortando el aire—. Si hay un lugar que nos preocupa, es el Lago del Desove. Agen y Aleby salieron al amanecer, pero si los malhadoths intentan cruzar por allí, no podemos quedarnos de brazos cruzados.

Don Ulfvain, el veterano caballero, lo miró con la calma de quien ha visto más batallas de las que puede contar. Su rostro permaneció impasible, pero cuando habló, su voz llevaba el peso de la experiencia.

—Tranquilo, joven Eiwafi. —Su tono era firme, casi didáctico—. El camino al lago no es un paseo, y lo sabes. Estrecho y serpenteante, con el río hundiéndose entre cañones. Las monturas no serán más que estorbos, y si hay combate, caerán como piedras en un pozo.

Bithung abrió la boca, pero Ulfvain alzó una mano para detenerlo.

—Y los malhadoths… —continuó Ulfvain, inclinándose hacia él—. Si intentan algo tan suicida como descender esas paredes, lo más probable es que acaben hechos pedazos antes de llegar al agua. Solo un loco tomaría ese riesgo.

Ingvar, que había estado escuchando en silencio, asintió lentamente, su semblante endurecido por la sabiduría de los años.

—Además —añadió el posadero, su voz grave—, despojar La Secuoya de sus guerreros por un simple presentimiento… No, Eiwafi. Eso sería un error. Debemos proteger lo que tenemos aquí. Los malhadoths atacan cuando sienten debilidad.

Las palabras de ambos hombres cayeron pesadas sobre Bithung, quien frunció el ceño. Era un líder joven, y la carga de la responsabilidad se sentía más pesada con cada decisión. Aún así, no podía ignorar el consejo de sus mayores.

Antes de que Bithung pudiera responder, tres figuras emergieron del bullicio del mercado. Sus rostros, marcados por cicatrices y endurecidos por la batalla, eran inconfundibles. D. Almalux y D. Niall, los dos Caballeros Edin, encabezaban el grupo, seguidos de cerca por Gwynet de Thyrken, la ágil Herthyr. Los tres irradiaban una energía contenida, como si acabaran de regresar de un enfrentamiento. Habían concluido sus tareas y ahora se dirigían con paso firme en busca del veterano, D. Ulfvain.

—¡Parece ser que nuestro gran Dios nos ha oído! —tronó D. Ulfvain, poniéndose de pie con la energía de un hombre acostumbrado a comandar—. ¡Sentad vuestras posaderas junto a nosotros y llenad vuestros gaznates con la mejor Savia de la Secuoya! La merecéis, ¡por Thyr!

Con un gesto, Ingvar llamó a una de sus hermosas hijas, quien se apresuró a traer viandas y jarras espumosas.

—¡Sois bienvenidos, Caballeros, y… —dijo Bithung, deteniéndose, sus ojos clavados en la joven Herthyr, esperando que se presentara—.

—Gwynet de Thyrken —respondió ella con voz firme—. Herthyr, la única sobreviviente de mi compañía, como ya debéis saber. Y ahora mis armas están a vuestra disposición, si las aceptáis.

D. Almalux y D. Niall inclinaron la cabeza con una breve reverencia, presentándose con la austeridad de quienes han visto demasiados combates. No hubo necesidad de más palabras; su experiencia hablaba por ellos. Pero Bithung, con la mirada fija en los nuevos aliados, no perdió la oportunidad de marcar su punto.

—Parece que estos veteranos —dijo, señalando con un gesto hacia Ingvar y D. Ulfvain— creen que el Lago del Desove no es un peligro. Que los malhadoths no encontrarán forma de cruzar las paredes del cañón. Pero yo digo que hay más caminos, senderos que podrían haber pasado desapercibidos. Si permitimos que siquiera un grupo se cuele por ahí, habremos condenado a La Secuoya.

Su mirada era un desafío directo.

—¿Qué opináis? —rugió, inclinándose sobre la mesa como si buscara arrancar una respuesta con la fuerza de su voluntad.


Los Caballeros permanecieron impasibles, rígidos como estatuas de bronce. Con un superior presente, no tenían voz; las reglas de la Orden eran tan severas como el acero que portaban. Gwynet, en cambio, no estaba encadenada por ningún juramento ni protocolo. Sus ojos se deslizaron lentamente hacia Bithung, estudiándolo con una intensidad que iba más allá de la estrategia o la prudencia. Su mirada descendió, demorándose un instante en la entrepierna del joven Eiwafi, una sonrisa apenas insinuada curvando sus labios.

Bithung, consciente del escrutinio, se irguió ligeramente, intentando aparentar indiferencia. Pero Gwynet no le dio respiro, su tono fue directo, cargado con una mezcla de interés y desafío.

—Veo que La Secuoya tiene un jefe más joven de lo que imaginaba —dijo Gwynet, con una sonrisa que bordeaba la insolencia. Se pasó una mano por el cabello, dejando que sus dedos recorrieran los mechones con una languidez estudiada—. Y apuesto, sin duda. Me cansé de estar sola en la Posada. Kallas, en cuanto supo que su compañero Lack se había recuperado gracias a los Ensi, salió corriendo. No sé si ambos fueron a ver a sus familias en esa calle de las clases bajas que llamáis “Sadru Sudra”.

Hizo una pausa, sus ojos clavándose en Bithung con la intensidad de un cazador evaluando a su presa.

—Supongo que eres tú a quien debo dirigirme si quiero ofrecer mis servicios.

Antes de que Bithung pudiera decir algo, D. Ulfvain volvió a tomar la palabra, su voz cortante como el filo de una hoja.

—Ya que están aquí estos caballeros de nuestra Orden —dijo, su tono firme y autoritario—, se me ocurren varias ideas. Puedes contratarlos a todos con esta bolsa de oro que traía para ti. Mandas un grupo de Herthyr con varios caballos para que hagan de correo en caso de que se encuentren con los Malhadoths, como tú dices. Y los Caballeros que ante ti tienes, más yo mismo, nos quedaremos aquí para defender a la población, junto a tus Dewafis y tú mismo, más la gente que puedas reunir, si lo ves prudente y necesario.

Don Niall, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, sintió que el momento era propicio para compartir una idea que pocos habían considerado.

—¡Disculpad mi injerencia! —dijo, levantando la mano en un gesto de modestia, aunque su mirada ardía con determinación—. Pero, dado que han tenido a bien compartir este problema con nosotros, estaba pensando en algo que puede que no se haya mencionado aún. En los rincones más remotos de Thyrkur, se habla mucho de los Subu, esos cazadores cambiaformas. Nadie sabe exactamente de dónde vienen, pero su fama como rastreadores y guerreros les precede. Y, aunque no conviven con nosotros, he escuchado historias de una gran comunidad de Subu en La Secuoya. Con sus habilidades excepcionales, podrían adentrarse por los angostos caminos del desfiladero del río y detectar el paso por donde se moverían esas malditas bestias. Mientras tanto, los Herthyr aguardarían en el principio del camino, preparados para recibir señales, sin que la población quede indefensa o se altere innecesariamente.

Un silencio pesado llenó el ambiente mientras todos procesaban la propuesta. Era audaz, pero también lógica, y eso le otorgaba peso.

Bithung recordó a Agen y Aleby con una mezcla de admiración y amargura. La imagen de aquellos guerreros, enfundados en su acero de batalla y portando armas que habían probado su temple en mil combates, se grabó en su mente como un hierro al rojo. Sin una palabra, sin una orden, habían partido hacia el Lago del Desove como lobos que olfatean la sangre en el viento.

Aquel viejo lobo de Agen le había superado en astucia. Tanto él como su esposa habían partido para enfrentar la amenaza de los Malhadoths antes de que nadie más pudiera reaccionar. Pero la pregunta ardía en su mente como brasas: ¿cómo había llegado el rumor a sus oídos?

Un pensamiento sombrío cruzó su mente: si se topaban con aquellas bestias, su muerte sería gloriosa pero inevitable. Dos thyrianos, por mucho que sus músculos estuvieran forjados en la batalla y sus corazones templados en el fuego del valor, no eran rival para una horda de bestias salvajes del tamaño de caballos de guerra.
De repente, como si un rayo hubiera electrizado sus músculos, Bithung se levantó. La furia guerrera ardía en sus venas mientras su brazo se alzaba, señalando hacia el Sarru de Thykar, aquella arteria vital que hendía la población como una antigua cicatriz de guerra al norte del río.

—¡Comenzaremos por la hija de Dvar, el viejo trokur que ha llenado estas tierras de su linaje! —rugió, su voz resonando como un tambor de guerra—. Y después, a los hijos de Lack, el triguero. ¡Maldito sea su campo fértil, que tantos Subu ha dado a la comunidad! —Escupió esas palabras como si fueran un desafío al destino, y luego golpeó su puño contra la mesa con tal fuerza que los cuencos temblaron—. Pondré a todos mis Dewafi en marcha. Que avisen a todos los hogares y preparen a sus hombres. ¡La cacería será grande, y no habrá cobarde que se quede atrás!

Sin esperar respuesta, Bithung giró sobre sus talones, pero no antes de abrazar a Don Niall con un fervor casi fraternal.

—Tu idea es brillante, amigo. ¡Por los antiguos dioses, a veces uno olvida las virtudes de los Subu y cuánto le debemos a su sangre salvaje! —Sus ojos ardían con un fuego renovado mientras alzaba la voz para dirigirse al resto de los caballeros—. La Secuoya es vuestra ahora. Daré órdenes para que se os acoja en el Thysam como huéspedes de honor. Nada os faltará mientras dure vuestra estancia.

Sin detenerse, sus ojos se clavaron en Gwynet, como si desafiara su espíritu indomable. Sacó de su bolsa un reluciente Magister de Oro, aún caliente por el roce de las manos de Don Ulfvain.

—Tómalo, Gwynet. Con esto te considero contratada hasta el final de este mes. A partir de entonces, cobrarás lo que corresponde a tus iguales, además del reparto de cualquier botín que obtengamos. Preséntate ante el Belur en la Torre del Shirru. Él te asignará un lugar entre los barracones y te garantizará una comida en el Thysam. El resto será cosa tuya. Descansa hoy, si lo deseas, pues mañana empieza la verdadera batalla.

Antes de que Gwynet pudiera abrir la boca, Bithung ya se había fundido con el bullicio del mercadillo, dejando tras de sí un aire cargado de determinación y asombro. Gwynet, con un brillo desafiante en la mirada, no tardó en seguirle, apartando a los curiosos con un gesto firme, mientras los caballeros, aún boquiabiertos, intentaban procesar la tormenta que acababa de desatarse ante ellos.

Don Ulfvairn iba a retirarse hacia su carreta, pero Don Niall, lleno de determinación, lo interrumpió una vez más. Mientras tanto, Ingvar había llamado a su hija, la camarera que los atendía, haciéndole un gesto para que se sentara junto al caballero Don Almalux, un movimiento calculado que no pasó desapercibido.

—Conforme a los principios de la Sagrada Regla y nuestro ancestral Código, es mi deber solicitar el nombramiento de mi nuevo título de grado dentro de la Caballería de nuestra Orden al superior más cercano, que en este caso sois vos —proclamó Don Niall con solemnidad, arrodillándose ceremoniosamente ante Don Ulfvairn.

El veterano caballero, con una sonrisa paternal y cargado de orgullo, desenvainó su espada. Su gesto era fluido, casi instintivo, como si la hoja misma le susurrara los movimientos. Tocó el hombro derecho de Niall, luego el izquierdo, mientras su voz resonaba como el eco de las montañas.

—Como superior en la Orden de Thyr, tengo el honor de ratificar el título que te has ganado con tu espada, tu sudor y tu voluntad. Desde este momento, y hasta que obtengas los conocimientos para un nuevo grado, te nombro Caballero Guardián de la Orden. Lleva este título con la misma honra con la que han llevado los suyos tus ancestros, Don Niall del Magister, hijo del Caballero Sargento Don Forseti y de la Voz Divina Snotra del Magister.

Los aplausos de Varsam rompieron el solemne momento. Sus ojos brillaban emocionados al haber sido testigo de tan noble ceremonia, y la joven parecía ahora casi olvidarse de Don Almalux, prestando toda su atención al recién nombrado caballero.

—Y bien, ¿qué planes tienes ahora que eres un caballero reconocido? —preguntó Don Ulfvairn, alzándolo del suelo con un gesto afectuoso.

—La Secuoya me parece un lugar fascinante —respondió Niall con un tono meditabundo—. He visto cosas que no existen en otros lugares. Quisiera quedarme un tiempo aquí, hasta que mi espada sea requerida de nuevo. Y aunque Bithung no ha contratado nuestros servicios, defenderé esta población como si fuera mi hogar si llega a ser necesario.

—Y yo también, como su compañero en armas y hermano de título, actuaré de la misma forma —interrumpió Don Almalux, acercándose para felicitar a Niall con un firme apretón de manos.

Don Ulfvairn asintió con aprobación, aunque un leve dejo de nostalgia cruzó su semblante.

—Caballeros Edin, vuestra senda es proteger la Orden donde quiera que vayáis, pero mis deberes me llaman al Puesto que administro en el sur. En unos días, el Caporal empezará a inquietarse por mi ausencia. Siempre encontraréis refugio en los Puestos de nuestra Orden. Espero veros pronto, ya sea aquí o en las tierras lejanas que me toca custodiar.

Con esas palabras y unas despedidas más, Don Ulfvairn se perdió entre el gentío del mercado, junto a su carreta y sus aspirantes.

—Al llegar me vi arrastrado por la magia de una música que jamás había escuchado —dijo Niall, mirando de reojo a Varsam, que no le quitaba los ojos de encima.

Don Almalux, dándose cuenta del interés de la joven por su compañero, se alzó en toda su estatura para captar su atención, aunque ella parecía decidida a ignorarlo. Viéndose aludido, Ingvar tomó una jarra de savia y carraspeó antes de hablar, una costumbre que precedía sus relatos.

—Hablaré brevemente —dijo, aunque todos sabían que esa promesa rara vez se cumplía—. No sé si habéis tenido tiempo de visitar nuestra Sthana, el salón de canto, pero para nosotros, los de la Secuoya, la música es casi una segunda religión. ¡Y que Thyr nos perdone por decirlo! Ese lugar no es común. Era un templo de los Lubanu, nuestros precursores. Ellos moldeaban la roca con sus cantos, infundiéndole vida y forma. Así construyeron la Sthana, llenándola con una magia que resuena hasta nuestros días.

Hizo una pausa, mirando al cielo como si pidiera perdón, y luego prosiguió:

—Cerca de la Sthana, las canciones brotan como si la misma tierra cantara. Los instrumentos que suenan no existen en este mundo, y la música parece surgir del aire. Pero mi familia sigue la usanza tradicional, ajena a esa magia. Tocamos nuestros propios instrumentos, como el resto de los thyrianos. Hoy mismo, quiero invitaros a la presentación de una canción que compondré sobre vuestra épica. La titularé “La Balada del Clan de los Aveneros”. Mi hija Varsam y mi joven hijo Tradfri me acompañarán.

—Será un honor disfrutar de vuestro arte —dijo Almalux, inclinándose en una reverencia medida, aunque sus ojos se clavaron en Varsam con evidente admiración—. Y más aún, deleitarme con las muchas habilidades de vuestra hermosa hija.

Varsam, consciente del halago, volvió su atención hacia Almalux, dejando a Niall con un aire de ligera incomodidad.

—Mi hija tiene habilidades de sobra, pero también tiene boca para decidir por sí misma —dijo Ingvar, sonriendo ampliamente.

La joven miró a los caballeros con un destello pícaro en los ojos.

—Me siento atraída por hombres como ustedes. No es común ver caballeros por aquí, y somos muchas las mujeres que haríamos lo que fuera por probar las virtudes de guerreros santos y religiosos como vosotros. Pero me gustan los hombres experimentados… —y, mientras dejaba sus palabras en el aire, su mirada se detuvo en Don Almalux.


El Camino del Lago del Desove

La media hora transcurrida en aquel sendero ribereño parecía un suspiro robado al tiempo. Las paredes de la montaña se alzaban como antiguos titanes de piedra, mientras Agen y Aleby, veteranos de mil batallas, se abandonaban a la contemplación de aquella maravilla primitiva. El caudaloso Secuoya, arteria vital que partía el cañón como una espada de plata, exhalaba aromas salvajes que embriagaban sus sentidos curtidos por la guerra.


En lo alto, rayos dorados libraban una batalla ancestral contra nubarrones grises que, tras derramar su carga como lágrimas de los dioses, se aferraban tercamente a las cumbres nevadas cual estandartes de hielo eterno. El agua rugía su camino hacia el oeste, sus destellos danzando como mil espadas bajo un sol guerrero, mientras las aves, dueñas de aquellos árboles que desafiaban a la roca misma, componían un canto tan viejo como el mundo en aquella tierra donde la vida y la muerte se entrelazaban en cada palmo de suelo fértil.
Fue entonces cuando Aleby quebró aquel hechizo de silencio.
—Hoy es un día memorable. Creo que al fin has conseguido acabar con tus demonios. Por fin, se ha hecho justicia —dijo Aleby, con un deje de cansancio en su voz, mientras ajustaba su armadura—. Pero no puedo negar que esta carga empieza a pesarme más de lo que debería. Tal vez la falta de entrenamiento me está pasando factura.
Agen giró hacia ella, y en su mirada brillaba algo más fuerte que la ternura: una devoción inquebrantable, una llama que ni las peores tormentas de Thyr podían apagar.
—Mi dulce amor, tus palabras son como bálsamo para mis heridas. Aunque he de confesar que los pensamientos que deben estar cruzando por la mente de nuestro joven Eiwafi me hacen olvidar todo cansancio. Ese malnacido de Ektorp casi me atraviesa con su maldita Dewakal, y de no ser por tu rápida acción, estaríamos siendo maldecidos por Thyr ahora mismo.
Agen hizo una pausa, bajando la mirada hacia el río que rugía a sus pies, su voz impregnada de una melancolía inesperada.
—Sin embargo, tanto tiempo deseando justicia… y ahora que la he conseguido, no siento satisfacción. Más bien una amarga piedad por esa familia que tanto he despreciado. Hicieron lo que creían correcto, aunque fuera a costa de los Subu, a quienes abandonaron en la peor de las horas.

Aleby se detuvo, observándolo con la paciencia de quien ha recorrido mil senderos junto a su compañero de armas.

—Es cierto que su exilio pesa, pero no estarán tan lejos. Solo se les prohíbe pisar la población. La mayoría de los nuestros prefiere la libertad de las tierras salvajes de Thyr. Además, recuerda que nosotros estábamos allí aquel día. Taranu no clamó por ayuda, pero aun así, esa familia corrió en su defensa, dejando a los pobres Subu a merced de la tormenta. Fue un acto terrible, pero no carente de humanidad.
Mientras hablaban, el sendero comenzó a alejarse del río, trepando por las paredes del cañón. Las aguas, siempre presentes, se ensanchaban en un estuario oculto bajo las rocas, como un susurro de calma en medio de la inmensidad. Aleby detuvo sus pasos al divisar un estrecho sendero que descendía hacia el remanso.

—¿Recuerdas? Más de una vez me sorprendiste aquí. Siempre venía a bañarme lejos de las miradas del poblado, y tú, de alguna manera, siempre me encontrabas. Quizás sea pronto para un baño, pero hace tiempo que no bajamos. ¿Qué opinas, Agen?
Agen sonrió, pero su atención se desvió hacia adelante, donde el sendero se bifurcaba: un camino estrecho que descendía hacia las aguas tranquilas del remanso, y otro que ascendía hacia las alturas, perdiéndose entre las sombras de la roca.



Aleby no esperó respuesta de Agen. Descendió por aquel abrupto paso que más parecía un trazo olvidado por la naturaleza que un sendero. Las hojas húmedas crujían bajo sus botas, mientras su figura, protegida por la armadura, se movía con una agilidad felina. A pesar de sus quejas, llevaba el acero con la destreza de una guerrera nacida en los campos de batalla.

Un paso en falso sobre la alfombra de hojas reveló un panorama que parecía arrancado de los sueños de un poeta o las visiones de un místico. Ante ella, un lago cristalino dormía entre paredes de roca desgastadas por eras sin fin. El agua murmuraba en su viaje, reflejando un cielo roto por nubes dispersas, mientras rayos de sol atravesaban la fronda para pintar la escena con pinceladas doradas y verdes.

Pero no era la majestuosidad del paisaje lo que atrapó su mirada, sino una figura que emergía del agua. En el centro del lago, una mujer desnuda se alzaba como una aparición etérea. Su silueta era una obra maestra de formas esculpidas por la luz del sol que jugaba sobre su piel perlada. Cada movimiento suyo, lento y despreocupado, irradiaba una gracia hipnótica, casi sobrenatural, como si la naturaleza misma hubiese tejido su esencia en torno a aquella criatura.

Aleby, aún con el hechizo del instante, sintió un escalofrío cuando su mente procesó la escena. La chispa de curiosidad fue ahogada rápidamente por una voz interior: “Agen está detrás de mí”.

—¡Agen, por todos los generales de Thyr! ¡No bajes, por favor! —gritó, rompiendo la quietud casi sagrada del momento.

El hechizo se deshizo con brutalidad. La mujer del lago se volvió con un sobresalto, y su rostro pasó del asombro al pánico en un instante. Aleby, instintivamente, giró su escudo y ajustó la lanza, lista para cualquier reacción. Pero lo que encontró no fue una acometida, sino la cara de su marido, que ya descendía por el sendero con una mezcla de asombro y desconcierto al descubrir la escena.

—¡Es Nissedal, la hija de Ottebol, el maestro de fermentados! —exclamó Agen, desviando rápidamente la mirada para no incomodarla.

Nissedal, temblorosa, se hundió más en el agua, intentando cubrirse mientras sus ojos oscilaban entre vergüenza y desafío.

—Será mejor que regresemos al camino —dijo Aleby con una firmeza que buscaba restablecer la normalidad—. Démosle tiempo para vestirse.

Poco después, Nissedal apareció en el sendero. Su túnica blanca, empapada pero bien ceñida, revelaba su pertenencia a la clase de los Enki, los alquimistas y conjuradores cuyo arte bordeaba lo prohibido. Una gorguera dorada caía sobre su pecho, mientras su cintura lucía un cinturón cargado con artefactos que desafiaban la lógica en su cantidad y disposición. Su tocado, ajustado y rematado con un sombrero oscuro, ocultaba su cabello mojado, y una lanza cruzada, ornamentada con dos hojas cruzadas como un arma ceremonial, descansaba sobre su hombro.

La joven alzó la mirada, intentando recuperar su compostura ante la pareja que aún la observaba con perplejidad.

— ¡Un día magnífico para bañarse, siempre que no vengan intrusos inesperados! —exclamó la Enki, su voz cortante como un cuchillo, preñada de una energía salvaje que cortó de raíz cualquier intento de réplica—. Mas os perdono vuestra llegada. En verdad, habéis sido providenciales, pues me demoraba demasiado en aquel remanso.

Los planes de la pareja se vieron truncados por el encuentro. El recuerdo del lugar, con sus aguas cristalinas como un espejo de plata, quedaba ahora relegado a un pensamiento fugaz. El camino les reclamaba, ahora con un acompañante inesperado.

— ¡Claro que no nos importa que nos acompañéis, joven Nissedal! —respondió Agen, su sonrisa amplia como el cielo, mientras Aleby la observaba con un recelo tan denso como la niebla de las montañas.

— Es curioso encontraros aquí, Nissedal —dijo Aleby, sus ojos recorriéndola de arriba abajo con un desprecio apenas velado—. ¿Acaso no deberías estar con tu padre ayudando en la preparación de los licores? Pudisteis haber sido presa de esos osos que hace tiempo no se ven. Vos, desnuda e indefensa en ese río, sola, sin poder clamar auxilio… Ni quiero imaginar vuestra suerte —su tono destilaba un veneno de ironía.

— ¿No lo sabéis? —respondió la joven, ignorando las amenazantes insinuaciones—. A estas alturas, todo el poblado debería estar al tanto. ¡Grandes manadas de Malahadoths rondan por el sur! Incluso nuestro gran Shirru salió antes del amanecer para enfrentarse a esas bestias y evitar que lleguen hasta aquí. Sin duda, hay que prepararse para cualquier contingencia, y me faltan muchos ingredientes. Ha sido toda una fortuna cruzaros en mi camino.

— ¿Osos, Aleby? ¿Dijiste osos? —preguntó Agen, su voz cargada de sorpresa.

Aleby se relajó mientras caminaban por el sendero, rumbo al lago. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro curtido.

— Recuerdo perfectamente, antes de que esta criatura hubiera siquiera visto la luz del día, nuestras cacerías junto a los Subu. Este río, rico en salmones, era el hogar de numerosas familias de osos y toda clase de depredadores mortales. Nos costó ríos de sangre erradicarlos de estos parajes.

— Fue nuestra Simug, Hauga, quien terminó pactando con el espíritu del Gran Oso —continuó Agen—. Solo la familia real de aquellos animales podría habitar este cañón que conduce al lago y sus alrededores. Como condición, se les prohibió acercarse a los nuestros, especialmente a cualquier thyrianos, y más aún si pertenecen a la estirpe Secuoya.

— Pues no corría peligro —sonrió Nissedal—. Me he bañado en ese remanso desde que era una niña, y ni un jabalí ha bajado jamás a mi encuentro. Solo cantos de pájaros han sido mis compañeros en esas aguas.

— No debéis confiar —advirtió Aleby, su sonrisa convertida en una mueca de satisfacción—. Dicen que los hijos del Rey de los Osos son tan estúpidos como cualquier bestia, y el hambre puede hacerles olvidar la promesa que ellos mismos no hicieron.

Sin embargo, Nissedal parecía no escuchar. Su atención estaba puesta en la corteza de un pino cercano al estrecho camino. Con una herramienta improvisada extraída de una de las muchas bolsas que pendían de sus cinturones, comenzó a raspar con la precisión de un artesano.

— Esta resina es justo la que buscaba —exclamó, levantando un dedo manchado con una gota del líquido—. No toda la resina sirve para la fórmula que he de componer. En el remanso donde me encontrasteis, también obtuve una arcilla valiosa, única en su género. Con un poco de fortuna, podré regresar antes de lo esperado —dirigió sus palabras a Aleby—. Si esperan a esta dama, podré gozar de la protección de tan veteranos guerreros.

Agen guardó silencio. Se detuvo para beber agua, sintiendo el peso de la cuesta en su fornido cuerpo.

El camino continuó, la conversación tornándose más distendida. La pareja ardía en curiosidad por conocer los detalles del trabajo de la Enki.

—Entonces, ¿tú crees que hay un peligro real sobre La Secuoya? —preguntó Aleby, con un tono que oscilaba entre el interés genuino y la ligera incredulidad—. Sin embargo, nosotros, sobre todo Agen, no tenemos ninguna percepción al respecto. Tened en cuenta que muchos de nosotros desarrollamos con el tiempo una habilidad especial para sentir el peligro. Al principio, esa percepción solo alcanza a las amenazas inmediatas, pero los más veteranos, como mi esposo y yo misma, podemos detectar peligros que vienen de lejos, mucho antes de que se manifiesten.

Hizo una pausa, dejando que su mirada viajara hacia las cumbres nevadas, como si intentara escuchar algún eco olvidado en el viento.

—Y si bien es cierto que hay algo que nos inquieta, no es la sensación clara e inminente de un ataque. —La cadencia de su voz tenía el peso de la experiencia, como si estuviera impartiendo una lección ineludible.

Nissedal había escuchado toda la explicación con expresión ausente, pero no dejaba de recoger con precisión pequeñas hojas secas de los arbustos cercanos. Finalmente, habló con una calma que parecía deliberada:

—Es bueno saberlo, ya me quedo más tranquila. Quizás esa percepción nos ayude en el lugar a donde me vais a acompañar. La última vez que fui pasé mucho miedo; encontré lo que buscaba, pero no estaba preparada. Esta vez, sin embargo, llevo algo especial.

Con un gesto fluido, alzó la lanza que colgaba de su espalda.

—La construí yo misma, a modo de herramienta y arma. Sus cuchillas sirven tanto para picar como para cortar. Mi amiga Burhult la Forhamar me ayudó a templar este metal. Entre su pericia y mis conocimientos, conseguimos un material que puede resistir los golpes contra la roca y cortar casi cualquier cosa que se interponga en su camino. —Sus ojos brillaron con orgullo mientras sostenía la lanza hacia la luz.

El grupo se detuvo de inmediato. Habían dejado atrás la dura ascensión, y el camino ahora descendía con suavidad, como si la misma tierra les guiara hacia un espectáculo reservado solo para los audaces.

Ante ellos se desplegaba una vista imponente. Las montañas se erguían como colosos de piedra y hielo, guardianes eternos del horizonte. La luz dorada del sol acariciaba los picos, mientras el río serpenteaba abajo como un hilo de plata líquida. El aire fresco llevaba consigo el eco de tiempos antiguos, y por un instante, los tres viajeros quedaron en silencio, sobrecogidos por la magnificencia del paisaje.

Agen rompió el silencio con voz pensativa:

—Creí que tenías intención de ir al lago del Desove con nosotros. Más allá de estas montañas están los dominios de los Jotun, esas aberraciones que Thyr condenó a vivir en un infierno de hielo. Su hambre es eterno, y sus dominios, infranqueables. No hay paso conocido hacia las suaves colinas del norte, donde los clanes recolectores viven sin preocupaciones.

Nissedal sonrió con esa chispa irónica que empezaba a ser familiar para sus acompañantes.

—No recuerdo haber dicho que quería ir al lago en ningún momento —replicó, quitándose el sombrero de copa con un ademán despreocupado y rascándose la cabeza descubierta—. Tal vez mencioné que íbamos en la misma dirección, y, hasta ahora, eso es cierto.

Señaló hacia adelante, hacia una curva en el camino que se perdía entre los abetos.

—Allí, más allá de esa revuelta, un arroyuelo baja desde las cumbres y forma un sendero escarpado. Es allí donde voy. Quizás sea ese paso que decís que no existe hacia el otro lado de las montañas, pero es donde busco mis ingredientes. Y sería una lástima dejar sola a esta indefensa dama. —Su voz rezumaba una ironía juguetona, reforzada por el gesto de inocencia exagerada que acompañó sus palabras.

Aleby suspiró, cruzándose de brazos con una expresión de resignación.
—Creo recordar algo, pero no resolveremos nada aquí. Será mejor que continuemos. De una forma u otra, el tiempo corre, y aún queda mucho por hacer.

Sin más, tomó la delantera, avanzando con paso firme, como si la misma duda le impulsara hacia la acción.

La mente de Agen trabajaba febrilmente, intentando recordar cualquier referencia a un sendero que descendiera hacia el cañón del río Secuoya, el que daba su nombre al poblado. A medida que el grupo avanzaba, las montañas parecían estrecharse, sus paredes formando un angosto recodo. Allí, el sendero principal comenzaba a descender hacia el río, pero un riachuelo, nacido de las alturas, serpenteaba entre las rocas, marcando la entrada a un estrecho y oculto camino que se perdía en las profundidades de un bosque alpino. Fue entonces cuando Agen recordó.

Ese sendero llevaba directamente a los dominios del Rey de los Osos, el confinado monarca de una familia a la que los thyrianos habían permitido permanecer en esas tierras. Un lugar prohibido, cargado de historias de sangre y pactos, de una tregua que había costado demasiado como para ser rota.

—¡Es justo aquí! —exclamó Nissedal, dando pequeños saltos de emoción, como una niña a punto de explorar un mundo nuevo—. Más arriba hay un bosque precioso, parece salido del reino de las hadas. Cerca del arroyo crecen setas de todo tipo, y el agua desciende desde una cueva donde puedo recoger azufre y otros compuestos que necesito. ¡No hay otro lugar cercano! Es crucial para mí —añadió, sus palabras teñidas de súplica mientras miraba a Aleby y Agen.

Agen apretó los labios, su expresión endureciéndose.

—Es justo aquí, donde empiezan los dominios del Rey de los Osos. No seré yo quien irrumpa en sus tierras y arriesgue la paz que nos costó tanta sangre conseguir.

Aleby, sin embargo, no parecía tan firme en esa resolución. Algo en las palabras de la Enki había captado su interés.

—¿Setas? —preguntó, sus ojos brillando con una chispa de curiosidad—. ¿Dijiste setas mágicas? ¿Como las que usa Hauga para sus visiones? ¿Las que le permiten hablar con los espíritus?

Nissedal sonrió ampliamente, sorprendida por la pregunta.

—Es un sitio cargado de magia, lo sentirías al pisarlo. No sé si serán las mismas setas, pero recuerdo que tenían colores vivos, como las que he visto tomar a Hauga en alguna ocasión. Aunque la última vez no tuve tiempo de recogerlas. Me conformaría con que me acompañarais hasta el lugar donde crecen, la cueva del Llueveagua está cerca de allí.

Aleby cruzó los brazos, dejando escapar una carcajada cargada de determinación.
—Pues no estaría mal subir y coger unas cuantas. Hauga estará agradecida, y nosotros cumpliremos con lo previsto. En cuanto al oso… —hizo una pausa, su tono volviéndose firme como el acero—. Por muy Rey de los Osos que sea, estas son nuestras tierras. Fuimos nosotros quienes le permitimos quedarse aquí. Ellos prometieron no cruzar a nuestros territorios, no al revés. Si ese gran oso y su familia viven por ahí arriba, tendrán que apartarse de nuestro camino.

Sus palabras resonaron como un desafío a la montaña misma. Mientras la decisión se asentaba en el grupo, el bosque frente a ellos parecía contener la respiración, como si el mundo estuviera escuchando.


En la mente de Agen se libró una batalla interna, una pugna feroz entre el deber y el amor. Los argumentos de Aleby resonaban con fuerza, pero el peso del honor y la responsabilidad pesaba aún más. Su mirada se oscureció por un instante, como si sus pensamientos fueran nubes que cruzaran el cielo de su mente. Finalmente, dio un paso hacia adelante, erguido como un guerrero que carga con el peso de decisiones imposibles.

—No puedo permitir que nos internemos, conscientes y deliberados, en los dominios del Rey Oso —comenzó, su voz profunda y cargada de resolución—. Aleby, mi amada esposa, comprendo tus argumentos y no los desestimo. Sin embargo, estos no dejan de ser territorios sagrados para una raza que hemos jurado respetar. No olvidemos que, aunque los osos sean bestias, no son simples criaturas sin memoria ni rencor. Al percibirnos en sus dominios más íntimos, se sentirán atacados, traicionados, y entonces la paz que hemos disfrutado durante tanto tiempo se desmoronará bajo el peso de nuestra imprudencia. Y no será culpa de ellos —añadió, mirando directamente a Aleby y luego a Nissedal—, sino nuestra y de nadie más.

Nissedal, que hasta ese momento había mantenido su aire despreocupado, bajó la mirada por un instante, quizá sopesando las palabras del Herthyr.

—Si lo que buscas es azufre y minerales, te prometo que no quedarás desatendida. Me ofrezco, con gusto y sin reservas, a acompañarte otro día a la cueva de la cascada donde nace nuestro río. De aquellas tierras se han extraído durante generaciones piedras y compuestos sin el menor peligro de alterar pactos antiguos.

Se giró hacia el sendero que descendía hacia el lago, señalando con un gesto decidido.

—Por ahora, te ruego que sigas con nosotros. El lago nos aguarda, y no estamos lejos. El día es hermoso, y el hambre que ruge en mi estómago me recuerda que un festín de pescado bien podría templar los ánimos y endulzar cualquier desazón.

Su tono cambió, suavizándose, mientras dedicaba una sonrisa a las dos mujeres. Aleby, aunque aún con destellos de inconformidad en sus ojos, se dejó convencer por el temple de su marido. Nissedal, por su parte, negó con la cabeza sabiendo que sus motivos estaban más allá de la comprensión de cualquier guerrero por veterano y curtido que fuera.

—Mis necesidades van más allá de un simple trozo de azufre —dijo Nissedal, moviendo las manos frente al rostro de Agen con gestos exagerados y casi teatrales—. Hay fuerzas que escapan a la simple lógica de la acción y la reacción. Lugares, momentos y energías que no se ven, pero se sienten.


Mientras hablaba, su cuerpo seguía un ritmo propio, como si danzara al compás de una melodía inexistente, sus palabras cargadas de un magnetismo que invitaba tanto al asombro como al desconcierto.

—No os preocupéis por mí, ni por los osos —continuó, deteniéndose un instante para fijar su mirada en ellos—. Sé bien cómo tratar con ellos si llegara el caso. No subestiméis a los de mi clase. Aunque no llevemos tantas armas ni armaduras como los guerreros, mis granadas y habilidades hablan tan alto como cualquier hacha o martillo —afirmó, con una sonrisa que oscilaba entre el desafío y la certeza.

Agen se detuvo en seco al escuchar las palabras de Nissedal. Su mirada, siempre sosegada, se endureció un instante, como si buscara en su interior el temple necesario para no dejarse llevar por la frustración. Aleby, en cambio, ya había fruncido el ceño, cruzando los brazos con una expresión que solo podía augurar una tormenta.

—Nissedal —comenzó Agen, con voz serena pero firme, mientras la joven Enki seguía haciendo movimientos con las manos, como si esculpiera algo invisible en el aire—. Comprendo que tus motivos sean importantes para ti, pero esto no es un juego.

—¿Juego? —interrumpió Nissedal, ladeando la cabeza y mirando al caballero como si acabara de decir algo ridículo—. ¿Tú crees que esto es un juego? ¡Oh, Agen, qué manera más simplista de verlo! —Dio un par de pasos hacia él, moviendo las manos como si danzara con sus propias palabras—. No, no, esto es un rompecabezas cósmico. Las piezas están aquí, en este preciso lugar, en este preciso momento, y si no las recojo ahora, quizá el flujo del tiempo las lleve a otro lugar, a otro estado.

Aleby soltó un bufido, dando un paso al frente.

—¡Hablas como si los osos fueran a regalarte flores en vez de arrancarte la cabeza! —dijo, con el tono de quien no iba a tolerar más tonterías—. ¿Qué pasa contigo, niña? ¿De verdad crees que tus «rompecabezas cósmicos» —hizo comillas en el aire con los dedos— valen la pena cuando podrías acabar muerta?

Nissedal la miró con una mezcla de diversión y desdén, levantando una ceja.

—¿Y tú, Herthyr? ¿Cuántas veces has cargado contra algo pensando que podías ganar solo porque eras más fuerte? —preguntó con un tono casi juguetón, como si estuviera burlándose sin ser del todo evidente—. A veces la fuerza no es la respuesta. A veces lo es el ingenio.

Aleby dio un paso más hacia ella, su temperamento empezando a brillar. Agen, por su parte, levantó una mano para calmarla.

—¡Basta! —dijo, su tono autoritario logrando silenciar a ambas mujeres por un instante—. Esto no es un debate filosófico ni un duelo de ingenios. Es una cuestión de responsabilidad. Los acuerdos que tenemos con los osos son claros, y romperlos es impensable.

Nissedal rodó los ojos, dando un giro sobre sí misma mientras ajustaba su bolsa al hombro.

—Responsabilidad, acuerdos… —murmuró como si estuviera probando las palabras, antes de mirar a Agen con una expresión que mezclaba picardía y desafío—. Sabes, a veces pienso que los caballeros sois como las piedras de los ríos. Siempre en el mismo lugar, erosionándoos lentamente, incapaces de moveros porque el agua os tiene atrapados.

Agen inspiró profundamente, ignorando el comentario para mantener la compostura.

—Si decides seguir adelante, Nissedal, será bajo tu propia responsabilidad. No puedo permitir que Aleby ni yo seamos parte de esto. —Se inclinó levemente, con la cortesía que jamás abandonaba—. Espero que no te arrepientas de tu decisión.

—¡Por supuesto que no! —respondió ella con una sonrisa despreocupada, inclinándose en una exagerada reverencia que imitaba la suya—. Mis pasos ya están trazados, caballero. Pero agradezco tu preocupación.

Aleby soltó un gruñido bajo y giró sobre sus talones, claramente disgustada.

—Haz lo que quieras, Enki. Pero si vuelves corriendo con los osos detrás, no esperes que te salvemos.

—¿Salvarme? —Nissedal rio mientras comenzaba a subir por el sendero—. Los osos y yo nos llevaremos bien, estoy segura. Quizá incluso me inviten a un festín.

Agen la observó marcharse, sus pasos ligeros y seguros mientras ascendía por el abrupto sendero que formaba aquel arroyuelo de montaña. Finalmente, se volvió hacia Aleby, que aún tenía los brazos cruzados y una expresión de indignación.

—Vámonos. El lago nos espera —dijo con un suspiro.

—Espero que a ese rompecabezas cósmico no le falten piezas cuando los osos la encuentren… —gruñó Aleby mientras retomaban el camino.

Episodio 3. Por los dominios del Rey Oso



Novedad en este Episodio: Tiradas de Habilidad

En este episodio, notarás la aparición ocasional de siglas seguidas de un número entre paréntesis. Esto indica que nuestro personaje ha realizado una tirada de habilidad basada en su hoja de personaje. Por ejemplo:

  • Las siglas representan la habilidad utilizada (ej. Per para Percepción)
  • El número muestra el resultado de la tirada con un dado de 100

Estas tiradas se pueden seguir en tiempo real en el canal de Telegram habilitado para este fin. Además, los lectores tienen la oportunidad de:

  1. Observar las tiradas en directo
  2. Tomar el control del personaje
  3. Participar en esta minipartida

El desarrollo de estas acciones se narrará de forma literaria, describiendo las experiencias del personaje. Esta nueva mecánica busca aumentar la interactividad y la inmersión en la historia.


Nissedal había dejado atrás a la pareja de guerreros tan pronto como sus pasos la condujeron al sendero oculto. Su mente, siempre inquieta, saltaba entre los pensamientos como chispas en una fragua. La cueva de la cascada… ¿Cómo podían sugerir un lugar tan genérico?, reflexionaba con una mezcla de fastidio y burla. Ignoran que no es solo el lugar, sino el momento lo que importa. La piedra lunar no aparece en cualquier día; la posición del sol, el brillo de la atmósfera… todo cuenta. (1.ConLoc 99)

A pesar de sus divagaciones, su mente no se distraía de lo esencial. Observó las laderas rocosas que bordeaban el sendero, y sus ojos brillaron con curiosidad. Aquí debería haber piedra de yesca, no es raro encontrarla cerca de afluentes como este. Si tengo suerte, tal vez incluso una veta de cuarzo blanco. Por un instante, sus pensamientos volvieron a Agen, tan rígido y atrapado en su mundo de normas. Él nunca entendería las sutilezas. Para él, lo que no se ve no existe. Pero los ingredientes no solo son materiales; son parte de un gran todo.

Sacudió la cabeza con un suspiro, visiblemente contrariada. Por más que miraba y buscaba, no aparecía ni una sola esquirla de piedra de yesca, ni siquiera un diminuto fragmento de cuarzo blanco. Era extraño; siempre había creído que, cerca de los arroyuelos, las aguas arrastraban piedras como las que necesitaba. Sin embargo, no permitió que la frustración se apoderara de ella. Se irguió de nuevo y dejó que su mirada se perdiera en el paisaje que ahora se desplegaba ante sus ojos.

El arroyo había trazado una senda que se aferraba a la falda de la montaña, ascendiendo suavemente hacia un inmenso bosque de coníferas. La resina, pensó, recordando lo que aún le faltaba. Tal vez, si se adentraba un poco más, podría encontrar lo que buscaba.

La imagen es exactamente lo que ve Nissedal. Lo que puede haber o no es lo que se ve a través de sus ojos.

A medida que ascendía, las montañas se desplegaban en un insospechado espectáculo. Un valle boscoso de paredes abruptas se alzaba como un santuario escondido, y Nissedal, siempre absorta en sus mil pensamientos, comenzó a cuestionarse si había tomado el sendero correcto. Por más que se esforzaba, no lograba recordar haber visto jamás un paisaje tan sobrecogedor.

El sendero, como si jugara con sus pasos, giró de pronto, conduciéndola hacia lo que parecían las fauces mismas de la montaña. Ante sus ojos se extendía una pequeña explanada: un anfiteatro natural moldeado por siglos de desgaste implacable. Las paredes de roca se alzaban hacia el cielo como colmillos afilados, rodeando el espacio con un eco perpetuo, el rugido de mil gigantes invisibles.


Entre el sendero de piedra y barro, y el arroyo que lo acompañaba, emergía lo que parecía ser un tronco antiguo. A medida que lo observaba, su forma indeterminada adquiría un aspecto inquietante, como una pesadilla petrificada. La corteza, endurecida y desgastada por el tiempo, parecía una grotesca vestimenta que culminaba en una cúspide deforme. La cima del tronco asemejaba una cabeza de ojos saltones y enormes, más propios de una salamandra o una rana que de cualquier criatura conocida. Aquella figura, indefinida pero reptiliana, tenía algo de tótem, quizás esculpido por un artista enloquecido o, tal vez, moldeado caprichosamente por los elementos.

Esto es lo que ve «exactamente» Nissedal.

Nissedal permaneció quieta, hipnotizada por la ominosa figura que se alzaba junto al arroyo, como un guardián vigilante.

No muy lejos, al final del camino, el arroyo parecía nacer de una charca de aguas cristalinas. Desde esta charca, numerosos afluentes serpenteaban hacia los abismos del cañón del río Secuoya. Desde lo alto de la montaña, un torrente de agua se precipitaba con fuerza descomunal, un velo blanco y espumoso que caía al vacío para estrellarse en la charca, en el corazón mismo de la explanada. La cascada, viva y feroz, llenaba el aire con un bramido constante, como si la propia montaña exhalara vida en cada golpe de agua contra la roca.


Nissedal quedó cautivada, incapaz de apartar la vista. Comprendió con un escalofrío que sus cálculos habían fallado: nunca había estado allí antes. Este lugar desconocido, salvaje, parecía pertenecer a los dominios del gran Rey Oso. Quizás aquel tronco tallado frente a ella no era otra cosa que un símbolo de su reinado.

La sensación de peligro habría sido suficiente para detener a la mayoría, pero la curiosidad de Nissedal, voraz e insaciable, ya la estaba llevando más lejos. Mientras observaba, su atención fue capturada por un grupo de Othamas que ascendían por el mismo camino que ella había seguido, avanzando junto al arroyo con un andar tranquilo y pesado. Sus cuerpos lanudos y robustos apenas se inmutaban ante su presencia, acostumbrados al entorno. Estas criaturas, con sus largos cuellos y gruesas pieles, eran esenciales para los thyrianos de la Secuoya, proporcionando leche, carne y lana desde tiempos inmemoriales.

«Uno de los rebaños de Bitru la quesera, sin duda», pensó con un destello de familiaridad. Sin embargo, su mente volvió rápidamente a centrarse en la monstruosa talla y en el torrente que bloqueaba su avance.

Debía haber un camino hacia el origen de la cascada. Sus ojos escrutaron las paredes de roca y las posibles sendas que rodeaban la charca, pero ninguna ruta era evidente. Una sombra, apenas visible, parecía indicar la entrada a una caverna oculta tras el torrente.


Una media sonrisa curvó sus labios mientras murmuraba para sí misma:
—Quizás lo más evidente sea lo correcto…

Muchas ideas comenzaron a tomar forma en su mente, cada una más extravagante que la anterior. Podía dar un rodeo y evitar el inquietante tótem tallado por manos que, estaba segura, no eran humanas. O podía acercarse a investigarlo, aprovechando su capacidad para leer la lengua de los demonios que una vez habitaron estas tierras. Otra opción era dirigirse directamente hacia la caída del torrente, buscando un paso oculto tras el agua. También consideró dedicar tiempo a recolectar ingredientes; el lugar, con su abundante humedad y vegetación, parecía ideal para ello.

Fuera cual fuese su decisión, el aire vibraba con un misterio que solo su espíritu Enki podía desentrañar.



Con la mentalidad, a veces infantil, que la caracterizaba, Nissedal dejó que la fascinación la dominara por completo. El tótem capturaba su atención de un modo casi hipnótico, y, como si la curiosidad misma la guiara, avanzó hacia él sin detenerse a observar nada más a su alrededor. Sus dedos ansiosos se movieron por la superficie de la corteza petrificada, buscando algún indicio, un símbolo o una inscripción que pudiera desentrañar el misterio de su existencia.


Fue entonces cuando algo captó su atención (1.Per 17). En el centro del tótem, una piedra parecía capturar la luz como si esta fuera su prisionera. (Venturina) De un cálido color naranja, la gema vibraba con vida propia, irradiando un brillo que parecía cambiar con cada ángulo. Al acercarse, Nissedal notó que no era una superficie lisa; pequeñas chispas doradas bailaban en su interior, reflejando la luz como si contuviera fragmentos de fuego.

En el centro de la piedra, una línea horizontal estaba grabada con precisión inquietante. No era un mero rasguño; era una runa, una marca que parecía cargar con un significado olvidado. Sus ojos, ahora más atentos, se detuvieron en otras inscripciones similares, dispuestas en la corteza alrededor de la piedra. Había un total de tres grabados adicionales, cada uno con formas diferentes, aunque todos compartían la misma sensación de haber sido trazados por una mano experta, deliberada.

Debajo de estas marcas, sus ojos encontraron algo aún más inquietante: una inscripción completa, escrita en un idioma que hacía años había estudiado por mera curiosidad, pero que jamás había encontrado en el mundo real. Sherético.

El corazón de Nissedal comenzó a latir con fuerza. Sabía lo que aquello implicaba. El idioma sheretico era una reliquia de los tiempos en los que los Sherets, las criaturas reptilianas que una vez dominaron las tierras primigenias, aún caminaban por el mundo. Tocó la inscripción con una mezcla de asombro y reverencia, sintiendo el peso de siglos que dormían en esos trazos.

Por un instante, olvidó incluso el bramido de la cascada tras de sí. El tótem, con su aura ominosa y su mensaje oculto, había capturado su mente por completo. Pero mientras su atención estaba fija en las runas, algo cambió. Un leve crujido resonó, sutil pero claro, como si el tótem respondiera a su toque.

El peligro latente que hasta entonces había ignorado comenzó a hacerse más palpable.

(Acc.Espi 109)Un chisporroteante rayo salió disparado de la gema como si el propio tótem se rebelara contra la intromisión de Nissedal. El impacto apenas le rozó la mano, pero el cosquilleo inesperado bastó para arrancarle un grito.

—¡Maldita Seth y los Sheréticos!

Mientras la maldición resonaba en el anfiteatro natural, su sombrero rodó colina abajo, y la lanza de hojas ajustables salió volando con una elegancia cómica antes de aterrizar con un estrépito a unos metros de distancia. Despeinada y desarmada, Nissedal frotó su mano mientras mascullaba entre dientes.

—Esto… esto no puede ser real.

Un sonido grave, como el gemido de un árbol al viento, surgió del tótem. Una voz resonó con un deje de incomodidad y algo que casi parecía ser… ¿vergüenza?

—Ejem… No fue mi mejor entrada, lo admito. Miles de años de inactividad tienden a afectar la precisión.

Nissedal alzó la vista, sus ojos clavándose en la grotesca figura de madera petrificada que ahora parecía cobrar vida. Los ojos anfibios, inmóviles y saltones, adquirieron un brillo tenue, como si el espíritu atrapado dentro de la madera la estuviera observando.

—¿Qué clase de chatarra eres tú? —espetó, todavía frotándose la mano.

La voz del tótem sonó más firme esta vez, aunque el tono contenía un matiz de arrepentimiento.

—Soy… algo más antiguo y digno de lo que tus palabras sugieren, mortal. Aunque debo reconocer que no suelo recibir visitas que maldigan a los Sheréticos. Eso me resulta… refrescante.

—¿Qué? ¿Te cae bien que los insulte? —preguntó Nissedal, arqueando una ceja.

—Digamos que no soy fan de mis captores. Pero no he venido a hablar de mi resentimiento. —La voz bajó de tono, como si tratara de sonar más solemne—. Debo advertirte, imprudente, que al tocarme has activado algo que no puedes comprender. Mira la inscripción en la base del tótem. Léela, si tienes la osadía y la capacidad.

Nissedal parpadeó, sorprendida, antes de volverse hacia las runas grabadas en la corteza petrificada.

—¿Qué ocurre si la leo? —preguntó, con un deje de cautela.

El tótem guardó un breve silencio, antes de responder con un tono seco:

—Digamos que es mejor que entiendas a lo que te enfrentas… antes de enfrentarlo.

Esta vez, Nissedal se acercó con más cautela, asegurándose de no volver a tocar el tótem. Su mirada descendió hacia la inscripción grabada en la corteza petrificada, el extraño texto que serpenteaba como venas sobre la superficie endurecida. Las runas, que parecían arder con un brillo apagado, tenían un aire de terrible antigüedad.

El Sherético. Aquel idioma prohibido, legado de los antiguos Sherets, los seres reptilianos que una vez caminaron por estas tierras. Había dedicado años de estudio a sus secretos, empujada por una curiosidad voraz. Ahora, en este lugar remoto y hostil, aquel conocimiento adquiría un propósito inesperado.

Sus ojos recorrieron cada símbolo, cada trazo de poder antiguo, mientras su mente desenredaba el significado oculto en el encantamiento:

«Espíritu, a este tótem te condeno. Espíritu errante y eléctrico, las Runas de Poder te son irresistibles, y por siempre te atrapan. Por la ley universal que forma las cosas, así es y será.«

Las palabras parecían resonar en el aire, como si el mismo tótem las recitara en un susurro apenas audible. Un escalofrío recorrió la espalda de Nissedal. Este no era un simple vestigio de eras pasadas; era un fragmento vivo de un tiempo olvidado, una maldición inscrita con intención cruel y deliberada.

A pesar del estremecimiento, la emoción comenzó a bullir en su interior. ¡Un encantamiento Sherético! Algo que otros eruditos solo soñaban con encontrar y que, de hallarlo, difícilmente serían capaces de descifrar.

(Leer Sherético 1, al ser un crítico no solo lo ha leído sin errores, sino que ha descubierto con certeza que es un Encantamiento)

—Por los siete libros prohibidos… —murmuró para sí, con una mezcla de reverencia y asombro.

El espíritu del tótem, al percibir su emoción, dejó escapar un sonido gutural, una mezcla de diversión y resignación.

—Solo por eso no te freiré a calambres, tal como dicta el encantamiento que me ata a este tronco maldito. Pero debo advertirte: no puedes pasar más allá de donde me encuentro. Este es un territorio prohibido para todo ser pensante, según las órdenes que me fueron dadas. Solo los animales cruzan estos límites libremente. —El espíritu dejó escapar un sonido que parecía una risa amarga—. Claro, cuando me condenaron aquí, criaturas como tú ni siquiera eran el sueño del más avanzado brujo de mi época.

Hubo un breve silencio antes de que continuara, con un dejo de ironía en su voz:

—Sin embargo, quizás… podría darte una oportunidad.

El espíritu hizo una pausa repentina.

—Espera… ¿has oído eso?

El tótem había dejado escapar su advertencia, pero Nissedal, embriagada por la emoción de encontrar algo tan poco común, apenas prestó atención. Su mente se llenó de preguntas mientras miraba fijamente al ente con los ojos chispeantes de curiosidad.

«¿Qué es este espíritu? ¿Por qué lo ataron al tótem? ¿Querrá algo de mí? ¿Podré hacer algo con él?»

Su mente divagaba, tanto que ni siquiera estaba segura de si el ente le estaba hablando o si tan solo le susurraba algo en su confusa percepción. Fue entonces cuando un sonido apenas perceptible comenzó a romper el silencio a su alrededor.

Un crujido de ramas, seguido por jadeos acelerados y el golpeteo de múltiples patas sobre el suelo. A medida que el ruido crecía, el espíritu del tótem pareció inquietarse.

—¡Por los encantamientos que me atan, mujer, despierta! —gruñó con exasperación—. ¡Lo que he oído no es para ignorar!

El crujir de las ramas se intensificaba, mezclándose con pequeños chillidos que ahora resonaban en la distancia. Nissedal seguía inmersa en sus pensamientos, sin darse cuenta del peligro que se acercaba. La pequeña manada de lobos cavernarios, hambrientos y sin miedo, se abría paso tras las Othamas que huían desesperadas, rompiendo ramas y hojas a su paso.

El espíritu habló de nuevo, esta vez con un tono que mezclaba alarma y urgencia:

—Si vas a reaccionar, hazlo ya, o terminarás en el estómago de esas bestias.

Nissedal apenas tuvo tiempo de procesar sus palabras cuando vio cómo el grupo más numeroso de Othamas se desviaba por uno de los arroyos que descendían hacia el cañón del río Secuoya. La estampida, una masa lanuda de pánico, atrajo tras de sí a la mayoría de los lobos cavernarios. Sin embargo, uno de ellos, más rezagado o tal vez más astuto, se detuvo en seco, alzando la cabeza como si olfateara algo más prometedor.

Sus ojos, de un amarillo ardiente, se fijaron en la figura inmóvil de Nissedal. El lobo soltó un gruñido bajo, cargado de hambre y peligro, y empezó a avanzar lentamente hacia ella, sus garras raspando la roca con un sonido que cortó el aire.

El espíritu del tótem, que parecía deleitarse con la ironía de la situación, dejó escapar un ronco carraspeo que podría pasar por una risa.


—Mira qué honor, pequeña erudita. Has captado la atención de un verdadero cazador. ¿Qué harás ahora?

Nissedal, todavía atrapada entre la fascinación de lo que acababa de descubrir y el terror que comenzaba a filtrarse en sus venas, tenía apenas unos instantes para decidir: ¿huir, defenderse o tratar de usar su ingenio para enfrentar aquella amenaza?



La mente de Nissedal actuó por instinto, como un mecanismo aceitado en tiempos de crisis. Sus dedos, firmes a pesar de la presión creciente, encontraron la empuñadura de su lanza polivalente entre el polvo y los guijarros. Sus ojos, dos pozos de fuego cauteloso, no se apartaban de aquella criatura que avanzaba con la parsimonia asesina de un cazador seguro de su presa. Mientras tanto, su otra mano tanteaba desesperada el bolsillo en busca de una de aquellas granadas improvisadas que, hasta entonces, no había tenido ocasión de probar.

«Si lanzo esto ahora, todos saldremos volando: el lobo, el tótem y yo incluida», pensó, con la mente afilada por el peligro. La ironía del destino no se le escapó. Por una vez que lograba descubrir un encantamiento Sherético milenario, acabaría despedazada en pedazos junto a un espíritu parlanchín y un lobo famélico.

Con un clic seco, liberó el mecanismo de su arma. Las cuchillas se desplegaron con un zumbido metálico, reluciendo como dientes de un depredador. La lanza adoptó su forma letal, la punta apuntando al pecho de la bestia que ya estaba demasiado cerca. Nissedal, sintiendo el escalofrío que le recorría la columna, optó por espantar al lobo de la manera más primitiva posible.

—¡Fuera, aléjate de mí o morirás! —rugió con más fuerza de la que sentía, agitando el arma frente a ella, la hoja girando con destellos amenazadores.

El lobo cavernario detuvo su avance, como si aquel grito inesperado hubiese logrado filtrarse a través de su instinto depredador. Durante un instante, solo el silbido del viento y el martilleo acelerado del corazón de Nissedal llenaron el espacio entre ambos. La criatura se quedó quieta, rígida como una estatua de músculos tensos, y clavó en ella unos ojos oscuros y profundos, cargados de un extraño y casi humano escepticismo.

«¿Acaso puede reflexionar un lobo?», pensó Nissedal, sintiendo cómo su mano temblaba ligeramente mientras mantenía la punta de la lanza firme. Aquella mirada no era la de un simple animal. No era furiosa ni irreflexiva, sino fría, calculadora, como si la bestia estuviera evaluando sus opciones.

Ella no pudo evitar seguir hablando, más para convencerse a sí misma que al depredador.

—¡De verdad que no quiero causarte mal, amigo lobo! —su voz sonaba algo temblorosa, pero había una pizca de ternura que brotaba de ella, una contradicción entre el filo mortal de su arma y sus palabras conciliadoras—. Si a mí me encantan los lobos. Incluso soy amiga de algunos en mi poblado. Seguro que, si nos peleamos, mis amigos se enfadarán mucho… y no queremos eso, ¿verdad, lobito?

El lobo ladeó la cabeza apenas unos grados, como si aquella declaración absurda lo hubiese tomado por sorpresa. Una exhalación profunda brotó de sus fauces, y Nissedal sintió el hedor tibio de su aliento. El equilibrio se rompió. La calma fue apenas un parpadeo de tregua en la tormenta: el lobo tensó los músculos traseros, un resorte listo para saltar.

—¡Si vas a reaccionar, hazlo ya! —rugió el espíritu del tótem, su voz retumbando con urgencia—. O terminarás en el estómago de esa bestia.

Un escalofrío recorrió la espalda de Nissedal, quien comprendió en ese instante que se había quedado sin tiempo.

Para sorpresa de Nissedal, que ya esperaba con el pulso acelerado la terrible acometida del lobo, la criatura se detuvo, temblando de manera convulsiva, como si una fuerza invisible tirara de su carne en todas direcciones. Un rugido gutural, entre aullido y grito humano, desgarró el aire mientras el lobo comenzaba a retorcerse ante sus ojos. Su piel de grisáceo pelaje se abultó, como si algo estuviera peleando por salir de su interior. Los músculos, hinchados hasta parecer que iban a estallar, se expandían y contraían en espasmos bestiales. Huesos crujieron con un sonido seco y aterrador, estirándose y recolocándose en ángulos imposibles.

De la criatura surgió entonces una forma grotesca: una amalgama entre hombre y lobo, una abominación de garras afiladas, fauces babosas y miembros desproporcionados. Sus ojos brillaban como carbones encendidos, aún predatorios, pero en ellos comenzaba a insinuarse una chispa de razón. El monstruo emitió un gruñido que se transformó lentamente en un gemido de dolor humano.

—¡Por Thyr…! —murmuró Nissedal, incapaz de apartar la mirada, su arma aún temblando en sus manos.

Ante ella, aquella criatura híbrida comenzó a menguar. La densa piel del lobo se rasgó como un sudario, revelando bajo ella carne humana, brillante de sudor y marcada por los espasmos finales de la transformación. Las patas se alargaron hasta convertirse en piernas, los ganchudos dedos de las garras se volvieron manos, aunque aún cubiertas de polvo y sangre. La mandíbula alargada retrocedió lentamente en un crujido horroroso, dejando al descubierto el rostro de un joven.

Un mechón dorado cayó sobre su frente, su cabello despeinado ondeando como un halo salvaje. Era alto, con un cuerpo delgado pero fibroso, y la fuerza latente de la bestia aún parecía vibrar en cada músculo. Sus rasgos, ahora perfectamente humanos, eran los de un muchacho de una belleza casi inquietante: una nariz recta, ojos afilados como cuchillas que dibujaban una profunda tristeza en un rostro que reflejaba un evidente agotamiento.

—¿Nissedal…? —jadeó el joven, su voz quebrada, aunque reconocible.


Ella parpadeó, atónita. —¿Ulfheim…?

Sí, era él. Ulfheim, el joven lobezno nieto del Dewafi Ektorp . Aquel triste pero bello rostro era inolvidable. En su cara reflejaba el regalo de dos mundos, la más absoluta pureza de la raza thyriana unida a la sangre adaptable de los ancestrales Laban. Se acordaba de los tiempos que estudiaban juntos en la Edubba, ella siempre se sentía fascinada por su carácter, sombrío y esquivo, pero con un aire misterioso que hacía que ella se sintiera irresistiblemente atraída por él, no solo por su hermosura, sino por los misterios que podría desentrañar de aquel ser multiforme. Pero desde entonces, lo perdió de vista, ella con sus estudios y sus labores y él….Desaparecido, siempre desaparecido en los montes, en los bosques. Aunque de vez en cuando aparecía por La Secuoya, no permanecía el tiempo suficiente para que ella pudiera establecer algún tipo de encuentro. Y ahora estaba allí, frente a ella, completamente desnudo.

—No estás… soñando —murmuró él, ignorando el hecho de estar completamente desnudo ante ella, mientras intentaba recuperar el aliento—. Es una larga historia…

El silencio momentáneo fue roto por un viento suave que arrastró hojas secas y pequeños murmullos del bosque, como si la naturaleza misma estuviera conteniendo la respiración ante lo que acababa de presenciarse.

Nissedal se relajó por un momento si poder apartar la mirada en la desnudez del hermoso hombre que era Ulfheim, sus pensamientos se empezaron a perder en escenas que nada tenían que ver con la ocupación habitual de su mente. Luego le miró interrogante como esperando la historia prometida, mientras lo miraba con gestos insinuantes parcialmente inconscientes.

Ulfheim, que hasta el momento mostraba su desnudez de una forma completamente natural, se sintió ruborizar ante aquella mirada inesperada de Nissedal y la explosión de hormonas que llegaban a su sobrenatural olfato, de tal manera que buscó con la mirada algo con lo que taparse y, con una velocidad felina, le quitó el amplio pañuelo que Nissedal utilizaba de tocado para la cabeza y en ese momento lo había estado llevabando colgando de la mochila. Luego sonrió de una manera tímida.

—Esos lobos que has visto, son mi manada. Guardamos estos parajes y mantenemos el equilibrio de la naturaleza con los herbívoros. También vigilamos la entrada a los dominios del Rey Oso y cada vez que baja su familia a la zona de pesca del lago, nos encargamos de revisar los caminos para que no haya encuentros con la gente de nuestro poblado. Precisamente hoy, antes de que llegara esa gran manada de Othamas, estábamos decididos a subir a los dominios del gran Oso, pues hace días que no bajan al lago y es la época en la que suelen bajar más a menudo.

Nissedal, que había aflojado momentáneamente la guardia, se encontró incapaz de apartar la mirada de Ulfheim. La desnudez del joven parecía irradiar una pureza salvaje que la desarmaba, y sus pensamientos, siempre disciplinados, se aventuraron por senderos que poco tenían que ver con sus ocupaciones habituales. Su mirada se volvió interrogante, como exigiendo la historia prometida, pero sus gestos, inconscientemente insinuantes, traicionaban su habitual compostura.

Ulfheim, hasta entonces indiferente a su desnudez, captó de inmediato la oleada de emociones que el aire traía a su olfato sobrenatural. La mezcla de curiosidad, nerviosismo y algo más que no podía ignorar lo hicieron ruborizarse de una forma inesperada. Avergonzado y buscando desesperadamente cubrirse, clavó la mirada en el pañuelo que colgaba de la mochila de Nissedal. Con un movimiento felino, lo arrebató y lo envolvió alrededor de su cintura, mientras esbozaba una sonrisa tímida que suavizaba la tensión del momento.

—Esos lobos que viste, Nissedal —comenzó, con una voz más firme de lo que él mismo esperaba—, son mi manada. Nosotros protegemos estos parajes. Mantenemos el equilibrio natural controlando las manadas de herbívoros y vigilamos que los osos, cuando bajan a los lagos, no se crucen con los pobladores de La Secuoya.

Hizo una pausa, como si estuviera decidiendo cuánto más revelar.

—Precisamente hoy, antes de que esos Othamas llegaran, planeábamos subir a los dominios del Rey Oso. Es extraño que no haya descendido con su familia para pescar en el lago en esta época. Algo debe haberlos retenido en las montañas, y no es una buena señal.

Ulfheim levantó la mirada hacia Nissedal, con una mezcla de intensidad y vulnerabilidad. Ella, aún aturdida por la inesperada aparición del joven, sintió cómo una sombra de preocupación cruzaba su mente al escuchar sus palabras. ¿Qué podría estar perturbando el equilibrio en aquellas tierras? Y más importante aún, ¿cómo encajaba ella, con su misión de recolectar ingredientes alquímicos, en todo esto?

—¡Pues estamos de suerte! —exclamó la Enki, sus ojos brillando con una mezcla de entusiasmo y alivio al encontrar una solución inesperada a su dilema—. No sé si has oído hablar de la cueva del Llueveagua, pero es allí donde se encuentran varios ingredientes exóticos necesarios para mis fórmulas. Estaba buscando un guía o, al menos, un compañero, porque… —bajó la mirada, una tenue sombra de vergüenza tiñendo su rostro— la verdad es que estoy completamente perdida.

Hizo una pausa, apartando un mechón de cabello que caía sobre su frente antes de señalar hacia el torrente que descendía rugiendo frente a ellos.

—Creo que allá, donde el torrente se interna en la roca, está la cueva que busco. Y quizás… tú puedas encontrar allí la respuesta a por qué los osos no han bajado al lago.

La propuesta quedó suspendida en el aire, tan sencilla como cargada de implicaciones. Ulfheim, que aún sujetaba el pañuelo con el que había cubierto su desnudez, alzó la mirada hacia el torrente. Sus ojos reflejaban algo más que el agotamiento físico; había en ellos un brillo de cautela y, tal vez, de interés ante lo que se avecinaba.

—La cueva del Llueveagua… —murmuró, como si el nombre desatara un vago recuerdo en su memoria—. He oído hablar de ese lugar. No es territorio de mi manada, pero… los relatos que llegan de allí no siempre son alentadores.

Sus palabras, aunque serias, no disuadieron a Nissedal. Por el contrario, encendieron en ella una determinación que relucía en sus ojos.

—No será la primera vez que enfrente algo peligroso, Ulfheim. —Su voz sonó firme, pero no arrogante, y en sus labios se dibujó una leve sonrisa que no lograba ocultar del todo cierta fascinación por su inesperado compañero de travesía.

Él la observó durante un largo instante, calibrando sus palabras y su actitud. Finalmente, asintió, aunque el cansancio seguía pesando en su cuerpo.

—Está bien, Nissedal. Te acompañaré… pero con una condición. Si tienes algún elixir que pueda devolverme fuerzas, lo necesitaré antes de entrar ahí. Sin mi forma lupina, soy tan vulnerable como cualquier otro humano.

Por un instante, el aire se cargó de una tensión casi palpable, como si el destino mismo hubiese intervenido para trazar ese encuentro. Todo había sucedido de forma tan repentina, tan inesperada, que rozaba lo mágico. Nissedal, siempre atrapada en el laberinto de sus propias cavilaciones, no lograba sentirse del todo cómoda. Interactuar con otros ya era un desafío en sí, y ahora, la presencia de Ulfheim, con su inquietante magnetismo, parecía descentrarla aún más, alejándola de la claridad que solía acompañar sus objetivos.

—De haber sabido que iba a encontrarme con uno de los tuyos, habría practicado con otras fórmulas —dijo Nissedal, cruzando los brazos mientras una ligera frustración teñía su voz—. Nunca vi necesario trabajar en compuestos que restauraran la esencia mágica vital. Siempre lo consideré más un trabajo para los Ensis, esos que, sin necesidad de preparar nada, pueden tanto darte como quitarte la energía que anima nuestras almas. Pero tendré que considerarlo para el futuro. Por ahora, lo único que puedo ofrecerte es la potencia de estos artefactos que llevo en la cintura —añadió, tocando los viales cuidadosamente sujetos en su cinturón—, aunque, para ser honesta, no los he probado aún. Además de eso, están mis conocimientos y habilidades, si es que te son útiles. —Su mirada vaciló por un momento, como si admitir sus limitaciones la incomodara.

Ulfheim inclinó ligeramente la cabeza, observándola con una mezcla de comprensión y reflexión.

—Entiendo… pero eso nos deja con un problema. Mi equipo de Subu está escondido en uno de los senderos que descienden hacia el río. —Su tono era serio, pero no carente de un matiz tranquilizador—. Tendrías que quedarte aquí sin moverte. El Totem no permitirá que avancemos más allá de este punto y, para llegar al torrente, es imprescindible rebasarlo.


E3N. El problema. ¿Qué hará Nissedal?

Nissedal detuvo a Ulfheim con una firme presión en su muñeca antes de girarse hacia el tótem que, inmóvil y eterno, parecía observarla desde las eras olvidadas.

—Oh, espíritu de tiempos remotos, venerable guardián de secretos que escapan a los mortales. Ante ti presento a mi compañero, Ulfheim, quien, como lobo, cruzó tu umbral y ahora, atado a su forma humana, se encuentra detenido. Venimos con respeto y humildad, buscando hallar una manera de aliviar tu carga para que nos permitas el paso.

Ulfheim lanzó una mirada desconfiada al inerte coloso de madera petrificada. Su instinto, forjado por incontables días de acechar y ser acechado, le urgió a alejarse de aquel lugar saturado de un poder que le helaba la sangre. Sin despedirse, se giró sobre sus talones y corrió hacia el desfiladero, desapareciendo como una sombra que se desvanece con la primera luz del día.

La soledad cayó pesada sobre Nissedal, quebrada solo por el murmullo distante del agua. Su curiosidad, siempre al borde de la imprudencia, la llevó a acercarse al tótem. Se agachó para estudiar cada talla y cada signo grabado en su superficie. Los patrones y símbolos se entrelazaban en un lenguaje que reconoció de inmediato: Sherético, el ancestral idioma de los Sherets. Pero esto… esto era más antiguo, como si el lenguaje mismo hubiera nacido aquí. Cada línea evocaba fragmentos de conocimiento que rozaban su mente, pero el significado completo permanecía fuera de su alcance, burlándose de sus esfuerzos.

Entonces, el tótem habló. Su voz resonó como un trueno atrapado en un cañón, profunda y vibrante, impregnada de una sabiduría indiferente al tiempo.

—Por la naturaleza de mi prisión, hay verdades que puedo revelar y otras que jamás serán pronunciadas. Pero lo que buscas, puedes adivinarlo.

Las palabras del espíritu apenas rozaron la conciencia de Nissedal, perdida como estaba en el misterio que envolvía aquel lugar. ¿Quién había creado este guardián involuntario? ¿Qué secretos protegía más allá de este umbral? Las preguntas se desbordaron de sus labios, no dirigidas a nadie en particular, sino al eco mismo de aquel enigma:

—¿Qué propósito tuvo vincularte a esta prisión? ¿Qué ocultan más allá de este límite que tanto proteges? ¿Quiénes eran aquellos que grabaron estas runas, los que hicieron algo tan insondable?

El silencio cayó nuevamente, como si incluso el tótem estuviera considerando la inmensidad de sus propias respuestas.

—Como te he dicho, cuando aquella especie maligna me ligó a este tronco inerte, ni siquiera existían estas montañas. He presenciado eras enteras, viendo cómo un simple riachuelo serpenteaba entre una llanura coronada por una colina solitaria, justo donde fui plantado. Vi la furia de los cataclismos que alzaron estas tierras, cómo aquel insignificante río encontró su cauce en la roca recién nacida y esculpió su camino hasta el corazón de las montañas —su voz vibraba con un orgullo ancestral, como si cada palabra resonara con la historia misma del mundo.

Una pausa cargada de significado precedió su siguiente declaración:

—Me preguntas qué guardaban, y sólo puedo responderte en acertijos, pues así es el yugo que me aprisiona y la condena que me ata.

Entonces, con un tono profundo y ceremonioso, comenzó a recitar, sus palabras cargadas de un peso arcano:


«Bajo escamas de reina dormida,

en la grieta del tiempo, sellado,

reposan los sueños de hombres pequeños,

en carcasas de roca y frío, amparados.

En la tierra donde el fuego se esconde,

y la roca aún canta su eco lejano,

reposan pequeños en su sueño profundo,

bajo la mirada de una diosa serpiente,

guardiana de un antiguo mundo.

De las entrañas de la tierra nacen,

pero de hombre no son hechos,

en sus cáscaras, secretos se esconden,

un destino de hierro y hacha entre sus pechos.

Guardan el espíritu de una raza olvidada,

y su futuro comienza donde el silencio vigila.«


La última palabra reverberó en el aire como el toque final de una campana, dejando a Nissedal inmersa en pensamientos oscuros y enigmas imposibles. Las palabras del tótem parecían un eco de los antiguos días, una advertencia y una promesa envueltas en un solo aliento.

—¡Oh, más misterios! ¡Déjame ver… déjame ver! —murmuró en voz baja, mientras sus dedos rozaban sus mejillas y su mirada se perdía en un pensamiento profundo.

Nissedal había interrogado al Tótem con preguntas inquietantes, y este, como si fuera un anciano arcaico cargado de enigmas, le respondió con una adivinanza velada, críptica como el crepitar de los bosques al anochecer. Al oírla, Nissedal se sumió en una maraña de pensamientos: indagaba, cavilaba, distraída como de costumbre, su mente deambulando por senderos inciertos. Incluso recordaba al paisano de La Secuoya, aquel extraño que había surgido fugazmente para luego desvanecerse como un espejismo. Por un momento, volvió a la adivinanza, pero sus palabras se deslizaban como agua entre los dedos del Tótem. Pensaba en voz alta sobre la necesidad de fuego o quizá de un hacha, dejando escapar su frustración en murmullos.

—¿Qué estará tramando la insidiosa Enki? —se preguntaba el Tótem, aunque su semblante inmóvil de madera petrificada no podía delatar sus pensamientos.

Nissedal lo miró fijamente, o al menos eso creía. Los ojos saltones y la boca de rana tallada en aquel tronco le conferían un aire grotesco, y por un instante, la idea de estar conversando con un pedazo de madera la hizo sentirse ridícula. —¿Qué me dijiste? ¿Que hay una camada de la reina Seth en el volcán, aguardando el momento de nacer? —murmuró, su voz teñida de incredulidad.

Fue entonces cuando el Tótem reaccionó. Desde las entrañas del tronco brotó una chispa de energía fulgurante, un estallido de rayos entrelazados que recorrían su superficie con rapidez, iluminando la madera petrificada como si estuviera poseída por un espíritu antiguo. El sonido de los relámpagos resonó como un zumbido ominoso, advertencia clara de que cualquier contacto con aquella superficie sería un error fatal.

―Casi aciertas, mortal osada, y por poco mi chispa te abrasa. De haber errado, tu carne ardería, bajo rayos que la tierra encendería. Guardamos sus camadas, nido impío, mas de volcanes, nunca hubo ni un rocío. Desde las eras que el tiempo ha enterrado, jamás fuego en estos lares ha despertado.

―¡Ay… chispas! ―exclamó Nissedal, dando un respingo mientras retrocedía unos pasos del Tótem, su reacción más instintiva que deliberada. Luego, recuperando el aliento y el temple, lo miró con una mezcla de fascinación y cautela―. Pero… ¿cuántos hay como tú?

El Tótem permanecía inmóvil, pero un sonido peculiar, un chisporroteo burlón, escapó de la electricidad que serpenteaba por su superficie. ―Oh, el día nefasto… ¿puedes imaginarlo? ―dijo con un tono impregnado de amarga ironía―. Aquel maldito brujo reptiliano, un Sheret tan podrido como sus propias ambiciones, recitando su interminable cháchara sobre nosotros, los espíritus encadenados, y todas las cosas que debíamos proteger para sus oscuros designios. ¡Qué revelación fue esa!

Una pausa cargada de energía flotó en el aire antes de que continuara:

―Y ahora vienes tú, con la misma pregunta, como si las eras no hubieran pasado. ¿De verdad piensas que llevo un inventario a mano? Quizás debería tallar una lista en la roca más cercana, para que el próximo curioso no moleste con su insaciable afán de saber.


La madera petrificada del Tótem resplandeció de repente, atravesada por rayos de un rojo peligroso que bajaban y subían como si se tratara de serpientes enfurecidas. Las centellas chisporroteaban alrededor de su superficie, acercándose a Nissedal con una amenaza casi palpable, como si quisieran envolverla en aquella energía que vibraba con una indignación apenas contenida.

―¡Ah, curiosidad! ―tronó, su voz reverberando como un trueno entre los árboles―. Esa chispa mortal que consume incluso a los más sabios. Pues bien, escucha: Hay tantos como hay estrellas en el cielo… o ninguno, como los dioses que prometen salvarte. Somos sombras de un pasado que ya no respira, y si me preguntas una vez más, tal vez este espíritu decida abandonar su prisión para no volver jamás.

Nissedal permaneció inmóvil, su mente agitada por un torbellino de pensamientos. La curiosidad que chisporroteaba en su interior rivalizaba con los destellos del Tótem, pero ahora reconocía que se había dejado seducir por enigmas secundarios, distrayéndose de su propósito inicial: atravesar aquella frontera invisible, vigilada por el espíritu atrapado en la madera petrificada.

“Guardaba huevos, o eso dice…” reflexionó, sus ojos clavados en las runas talladas. «¿Qué tipo de criatura podría sobrevivir al paso de las eras? Quizás, con el tiempo y los cataclismos, no quede ni rastro.» Pero incluso mientras lo pensaba, sentía que el espíritu mentía a medias, o al menos ocultaba verdades. Su conexión con aquella fuerza mágica, tan antigua y poderosa, la inquietaba y fascinaba por igual.

Por un instante, casi sintió un afecto extraño hacia aquel guardián inamovible, como si, en su eterna prisión, compartieran un lazo de destino. Pero no podía olvidar por qué estaba allí. Dejó escapar un suspiro largo y se arriesgó a formular una pregunta, midiendo cada palabra con cautela.

—Busco la manera de desactivarte —dijo, su voz firme como una hoja al desenvainarse—. Quiero saber cómo evitar tus rayos para cruzar al lugar al que debo ir.

Al pronunciar esas palabras, un fugaz destello de arrepentimiento cruzó su rostro. La idea de silenciar al espíritu, liberarlo o destruirlo, le provocaba una punzada de dolor, como si apagara la última chispa de una llama que había iluminado secretos antiguos durante incontables siglos.

El Tótem permaneció en silencio por un largo instante, como si calibrara la osadía de Nissedal al formular una pregunta tan directa. De repente, la chispa rojiza que recorría su superficie se intensificó, y un destello más brillante que el anterior iluminó los alrededores. El aire se cargó de energía, y un murmullo profundo, resonante, brotó desde el interior del tronco petrificado.

―Ah, mortal curiosa ―gruñó el espíritu―, buscas más de lo que puedes manejar, y aun así, tu audacia me divierte. Escucha bien, pues te responderé como dicta mi condena, pero será tu ingenio, y no mi palabra, lo que te guiará.

Con cada sílaba, los relámpagos danzaban con mayor furia alrededor del Tótem, proyectando sombras fantasmales sobre las montañas. Entonces, el espíritu comenzó su respuesta, en un tono solemne que se elevaba como un cántico antiguo:

Dentro de mi boca un secreto guardo,

un corazón de piedra, rúnico y arcano.

La trampa afuera, que tus ojos confunde,

no es la llave, sino el desastre que abunde.

Cuatro nombres debes entonar,

en su orden justo, sin errar:

Isa, la calma en hielo nacida,

Laguz, el flujo, la vida vivida.

Sowilo, el sol que arde y guía,

Nauthiz, la falta, la llama tardía.

Con magia mide mi antigua fuerza,

si tu espíritu flaquea, mi furia te tuesta.

Mas si triunfas en el duelo arcano,

mi prisión deshecha caerá en tu mano.

Busca mi centro, enfréntalo sin temor,

pero recuerda: el precio es mayor.

El último eco del cántico se desvaneció entre los árboles, y el Tótem volvió a quedarse inmóvil. Solo la chispa rojiza continuaba crepitando, como un aviso persistente.

Nissedal retrocedió un paso, sus pensamientos girando en un torbellino. La respuesta del espíritu había sido más que una simple adivinanza; era una advertencia y un reto. Su mirada se posó en la grotesca boca tallada del Tótem. Si el corazón de piedra estaba ahí, ¿podría realmente enfrentarse a su poder sin sucumbir?


La curiosidad palpitaba en su interior como un fuego vivo. La decisión estaba tomada: debía intentarlo. Pero la incertidumbre se cernía sobre ella, y sabía que un paso en falso podría ser el último.
Nissedal necesita consejo divino a través vuestra. El reto es adivinar lo que el Tótem le ha querido decir exactamente con la adivinanza y decir de la manera más precisa lo que haría Nissedal para lograr desactivar el Tótem. Para ello se puede colaborar tanto en nuestro grupo de Facebook como en el del Telegram, pinchando en los enlaces.

(Nota aclaratoria: al pulsar en las opciones te mandan al grupo de juego del Telegram. Allí tendrás que decir que opción eliges según llegues y si eres nuevo, pues te presentas en el off-topic. Por otro lado el grupo de juego original es en facebook en este enlace, justo ahí es donde la mayoría decide por donde va a continuar la historia, pero tu opinión también será valorada aunque seas nuevo)

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